miércoles, 22 de diciembre de 2010

Filosofia pdf


ESTUDIO GENERAL DE LOS REGIMENES POLITICOS

Capitulo 1
(Definición de ciudadano.)

Quien hace un análisis de los regimenes políticos, de su naturaleza y sus características, debe examinar, ante todo, que es la ciudad. Pues ahora ello es objeto de disputa; unos afirman que es la ciudad la que ha realizado tal o cual acción; mientras que otros dicen que no fue la ciudad, sino la oligarquía o el tirano. Vemos que toda la actividad del político y del legislador tiene que ver con la ciudad. Vemos que toda la actividad del político y del legislador tiene que ver con la ciudad. Y el régimen político es un determinado ordenamiento de los habitantes de la ciudad.
Puesto que la ciudad es un compuesto, constituido por muchas partes, es evidente que lo primero a estudiar es el ciudadano. La ciudad, en efecto, es un conjunto de ciudadanos, de modo que debe examinarse a quienes hay que denominar ciudadanos que es el ciudadano. Pues a menudo se discute sobre el ciudadano y en efecto no todos están de acuerdo en quien es ciudadano. El que es ciudadano es una democracia con frecuencia no es ciudadano en una oligarquía.
Podemos dejar de lado a los que excepcionalmente reciben tal nombre, como aquellos a quienes se les otorga la ciudadanía. EL ciudadano no es tal por residir en un cierto lugar (en efecto, los metecos y los esclavos también son residentes.), ni tampoco son ciudadanos quienes tienen acceso a los procesos legales, sea para ser juzgados, sea para entablar demandas (puesto que un tratado comercial puede conferir este derecho; mientras en muchas partes ni siquiera los metecos gozan plenamente de tal derecho, sino que deben designar un representante, de modo que su participación en la comunidad es, en cierto modo, imperfecta). Lo mismo sucede con los niños aun no inscriptos en razón de su corta edad y con los ancianos exentos de todo servicio: debe decirse que son ciudadanos en algún sentido, pero no pura y simplemente, sino añadiendo las expresiones “no plenos” o “excedentes por la edad” o cualquier otra por el estilo (no tiene importancia usar una u otra, pues es claro lo que se quiere decir).
Buscamos, pues, al ciudadano en sentido estricto y que por no tener defecto no necesita restricción alguna, puesto que también hay que plantearse y solucionar tales dificultades en cuanto a los proscriptos y los desterrados.
Un ciudadano en sentido estricto por ningún otro rasgo se define mejor que por participar en la justicia y en el gobierno. De la magistratura, unas se ejercen por tiempo limitado, de modo que, bajo ninguna circunstancia, pueden ser ejercidas dos veces por la misma persona, o solo después de un intervalo; otras, en cambio, pueden ejercerse indefinidamente, como las de juez y miembro de la Asamblea. Podría tal vez decirse que tales individuos no son magistrados ni participan por ello del gobierno, pero es ridículo despojar de autoridad precisamente a los que ejercen el poder supremo. Pero esto no debe importamos, pues es una simple cuestión de nombre; en efecto carece de nombre aquello que es común al juez y al miembro de la Asamblea, y no se sabe como debemos llamarlos. Para distinguirla, llamémosla “magistratura sin limite de tiempo”. Consideramos entonces que son ciudadanos quienes participan de ella. La definición de ciudadano que mejor se ajusta a todos los que reciben ese nombre es más o menos esa.
No debemos olvidar que las cosas cuyos sustratos difieren específicamente -y uno de ellos es primero, otro segundo, y así sucesivamente- no tienen absolutamente nada en común en cuanto tales, o casi nada. Y vemos que los regimenes políticos difieren entre sí, y que unos son posteriores y otros anteriores. Los defectuosos y los desviados serán necesariamente posteriores a aquellos sin defecto. (En qué sentido decimos desviados, se aclarará después.) Resulta así que también el ciudadano será necesariamente distinto en cada régimen político. Por eso el ciudadano del que se ha hablado es primariamente el ciudadano de una democracia; puede ser el de otros regimenes, pero no necesariamente. En algunos de ellos no hay pueblo [démo], ni una Asamblea reconocida como tal, sino solo las convocadas expresamente, y los procesos se distribuyen por secciones entre los magistrados. Por ejemplo, en Lacedemonia los éforos se reparten entre ellos los juicios referentes a contratos; los Gerontes, los juicios por asesinato, y de modo similar otros magistrados se reparten otros procesos. Otro tanto ocurre en Cartago: algunas magistraturas juzgan todos los procesos.
Pero la definición de ciudadano requiere una rectificación; en los restantes regimenes políticos el magistrado sin limite de tiempo no es miembro de la Asamblea ni juez, sino aquel cuya competencia está bien determinada; pues a todos ellos o a algunos se les ha confiado el poder de deliberar y juzgar sobre todos los asuntos o sobre algunos. Quien es, entonces, ciudadano resulta claro a partir de estas consideraciones: a quien tiene el poder de tomar parte en la administración deliberativa o judicial, a ése lo llamamos ciudadano de esa ciudad; y una ciudad es, para decirlo simplemente, un número de ciudadanos suficiente para asegurar una vida autosuficiente.

Capítulo 2
(Criterios para la definición de la ciudadanía: el criterio del nacimiento.)

En la práctica, un ciudadano se define como el nacido de padre y madre ciudadanos, y no de uno solo de ellos, el padre o la madre. Otros incluso buscan más atrás, por ejemplo, dos, tres o más generaciones. Pero dad tal definición, concisa y a los fines prácticos, algunos se preguntan cómo habrá llegado a ser ciudadano ese tercer o cuarto ancestro. Gorgias de Leontinos, en parte tal vez perplejo, en parte irónicamente, dijo que, así como morteros son los hechos por los fabricantes de morteros, así también son fariseos los hechos por sus artesanos, pues algunos de ellos eran fabricantes de fariseos. Sin embargo, el asunto es simple; en efecto, si tales ancestros participaban del régimen  político de acuerdo con la definición dada, eran ciudadanos, pues no es posible aplicar la definición “higo de ciudadano o de ciudadana” a los primeros habitantes o fundadores de una ciudad.
Pero quizá la cuestión presenta una dificultad mayor en el caso de cuantos obtuvieron la ciudadanía como consecuencia de una revolución, como las medidas que tomó Clístenes en Atenas tras la expulsión de los tiranos: pues integró en las tribus a muchos residentes, fueran extranjeros o esclavos. Pero la discusión sobre éstos no es quién es ciudadano, sino si lo es justa o injustamente. Auque también podría agregarse otra pregunta: si alguien es ciudadano injustamente ¿no dejaría de ser ciudadano si se piensa que lo injusto equivale a lo falso? Pero, si al ver que algunos gobiernan injustamente, decimos que gobiernan, aunque de modo injusto, y el ciudadano ha sido definido por ejercer algún tipo de cargo (pues, como hemos dicho, ciudadano es quien participa de tal o cual cargo), evidentemente hay que decir que también ellos son ciudadanos

Capítulo 3
(La identidad de la ciudad.)

La cuestión de si ciudadanos justa o injustamente está en relación con la discusión mencionada antes. Algunos, en efecto, se preguntan cuándo la ciudad ha actuado y cuándo no, por ejemplo, cuando una oligarquía o una tiranía se convierte en una democracia. Entonces hay algunos que quieren rescindir los contratos, bajo pretexto de que no los tomó ciudad sino el tirano, y otras muchas obligaciones semejantes, en la idea de que algunos regímenes  existen por la fuerza y no por ser convenientes a la comunidad. Y si algunos se gobiernan democráticamente según el mismo procedimiento, habrá que afirmar de igual modo que las acciones de tal régimen son acciones propias de la ciudad como las realizadas por la oligarquía y la tiranía. Este tema parece emparentado con esta dificultad: ¿cuándo y cómo hay que decir que la ciudad es la misma o que no es la misma sino otra diferente?
El examen más trivial de la dificultad es el que tiene en cuenta el lugar y los habitantes, pues es posible que el lugar y los habitantes estén separados, y que unos habiten en un lugar y otros en otro. Esta dificultad debe considerarse bastante sencilla (pues el que la palabra ciudad tenga varias acepciones hace fácil la cuestión). Igualmente en el caso de que la población habite el mismo lugar podemos preguntarnos: ¿Cuándo debe considerarse que la ciudad es una? No será, ciertamente, por sus murallas, pues una sola muralla podría rodear el Peloponeso. Tal es quizás el caso de Babilonia y de toda población que de una ciudad. De Babilonia dicen que al tercer día de haber sido tomada, una parte de la ciudad no se había enterado.
Pero el examen de esta dificultad será más oportuno en otra ocasión. En cuanto al tamaño de la ciudad, el político no debe olvidar qué extensión conviene y si debe tener una sola raza o más. Y en el caso de que unos mismos habitantes pueblen el mismo lugar, hay que afirmar que la ciudad es la misma mientras sea el mismo el linaje de los que la habitan, aunque continuamente unos mueren y otros nacen, como acostumbramos a decir que los ríos y las fuentes son los mismos, auque su corriente surge y pasa continuamente, ¿o hay que decir que los hombres son los mismos por esa razón, pero la ciudad es otra?
Pues si la ciudad es una cierta comunidad, y es una comunidad de ciudadanos en un régimen, cuando el régimen se altera específicamente y se hace diferentes, parecerá forzoso pensar que la ciudad tampoco es la misma, así como decimos de un coro que es diferente, unas veces cómico y otras veces trágico, aunque a menudo lo componen las mismas personas. Igualmente, decimos que toda otra comunidad y composición es distinta cuando es distinto el tipo de su composición; por ejemplo, decimos que la armonía de los mismos sonidos es distinta cuando el modo es dorio y cuando es frigio. Si esto es así, es la misma atendida principalmente a su régimen, y es posible llamarla con un nombre distinto o el mismo, ya sean los que la habitan los mismos hombres, ya sean otros completamente distintos. En cuanto a si es justo cumplir o no los contratos cuando la ciudad cambia a otro régimen, es otra cuestión diferente.

Capítulo 4
(La virtud del hombre de bien y la virtud del buen ciudadano.)

A continuación de lo que acabamos de decir hay que examinar si debe considerarse la misma virtud del hombre de bien y la del buen ciudadano, o no es la misma. Pero si esto debe ser objeto de investigación, hay que abordar primero mediante un bosquejo la del ciudadano. Así como el marino es un miembro de la comunidad, así también lo decimos del ciudadano. Aunque los marinos son desiguales en cuanto a su función (uno es remero, otro piloto, otro vigía y otro tiene otra denominación semejante), es evidente que la definición más exacta de cada uno será propia de su función es, en efecto, obra de todo ellos, pues a este fin aspira cada uno de los marinos. Igualmente ocurre con los ciudadanos; auque sean desiguales, su tarea es la seguridad de la comunidad, y la comunidad es el régimen. Por eso la virtud del ciudadano está forzosamente en relación con el régimen, es evidente que no puede haber una virtud perfecta única del buen ciudadano. En cambio afirmamos que el hombre de bien lo es conforme a una única virtud perfecta.
Así que es claro que se puede ser buen ciudadano sin poseer la virtud por la cual el hombre es bueno. No obstante, se puede abordar el mismo tema de otro modo, planteando el problema desde el punto de vista de régimen mejor. En efecto es imposible que la ciudad se componga enteramente de hombres buenos, pero cada uno debe realizar bien su propia actividad, y esto depende de la virtud. Por otra parte, puesto que es imposible que todos los ciudadanos sean iguales, no podría ser una misma la virtud del ciudadano y la del hombre de bien. La virtud del buen ciudadano han de tenerla todos (pues así la ciudad será necesariamente la mejor); pero es imposible que tengan la del hombre de bien, ya que no todos los ciudadanos de la ciudad perfecta son necesariamente hombre buenos. Además la ciudad está compuesta de elementos distintos, como el ser vivo, por de pronto, de alma y cuerpo; y el alma, de razón y de apetito; y la casa, de marido y de mujer, y la propiedad, del amo y del esclavo. De igual modo, también la ciudad está compuesta de todos estos elementos y, además, de otros de distintas clases. Por tanto, necesariamente no es única la virtud de todos los ciudadanos, como no lo es la del corifeo de los coreutas, y de la del simple coreuta
 Por ello, de lo dicho resulta claro que, sencillamente, no es la misma virtud. Pero ¿será posible que coincidan en alguien la virtud del bueno ciudadano y la del hombre de bien? Decimos que el gobernante virtuoso debe ser bueno y sensato, y que el político ha de ser sensato. Y algunos dicen incluso que la educación del gobernante debe ser distinta; así se ve que a los hijos de los reyes se los adiestra en la equitación y en la guerra; y Eurípides dice: “para mí nada de refinamiento, sino la que la ciudad requiere”, queriendo decir que hay una educación propia del gobernante.
Si la virtud del bueno gobernante y la del hombre de bien fuera la misma, como también el gobernado es ciudadano, no sería absolutamente la misma la del ciudadano y la del hombre de bien, aunque pueda serlo en el caso de algún ciudadano; porque no es la misma la virtud del gobernante y la del ciudadano. Quizá por eso dijo Jasón que tenía hambre cuando no era tirano, significando que no sabía ser un simple particular.
Por otra parte, se elogia el ser capaz de mandar y de obedecer, y la virtud de un ciudadano digno parece que es el ser capaz de mandar y de obedecer bien. Así pues, si establecemos que la virtud del hombre de bien es de mando, y la del ciudadano, de mando y de obediencia, no pueden ser igualmente laudables. Puesto que es de opinión común que el gobernante y el gobernado deben aprender cosas diferentes y no las mismas, y el ciudadano debe saber y participar de una y otra; de ahí se puede ver fácilmente la consecuencia.
Existe, en efecto, un gobierno propio del amo, y llamamos tal al que se refiere a las tareas necesarias, que el que manda no necesita saber hacer, sino más bien utilizar. Lo otro sería servil. Llamo lo oro a ser capaz de desempeñar las actividades del servicio. Decimos que hay varias clases de esclavos, ya que sus actividades son varias. Una parte de ellos la constituyen los trabajadores manuales. Estos son, como lo indica su nombre, lo que viven del trabajo se sus manos, entre los cuales está el obrero artesano. Por eso, en algunas ciudades antiguamente los artesanos no participaban de las magistraturas, hasta que llegó la democracia en su forma extrema
Así pues, ni el hombre de bien, ni el político, ni el buen ciudadano deben aprender los trabajos de tales subordinados, a no ser ocasionalmente para su servicio enteramente personal. De lo contrario, dejaría de ser el uno amo y el otro esclavo.
Pero existe un cierto mando según el cual se manda a los de la misma clase y a los libres. Ése decimos que es el mando político, que el gobernante debe aprender siendo gobernado, como se aprende a ser jefe de caballería habiendo servido en ella, y general de infantería sirviendo a las órdenes de otro y habiendo sido jefe de regimiento y jefe de compañía. Por eso se dice y con razón que no puede mandar bien quien o ha obedecido. La virtud de éstos es distinta, pero el buen ciudadano debe saber y ser capaz de obedecer y mandar; y ésa es la virtud de ciudadano: conocer el gobierno de los hombres libres bajo sus dos aspectos a la vez.
Ambas cosas son propias del hombre de bien; y si la templanza y la justicia son de una forma distinta en el que manda y en el que obedece pero es libre, es evidente que no puede ser una sola virtud del hombre de bien, por ejemplo su justicia, sino que tendrá formas distintas según las cuales gobernará y obedecerá, como son distintas la templanza y la fortaleza del hombre y de la mujer. (El hombre parecería cobarde si es valiente como es valiente la mujer, y la mujer parecería habladora si fuera discreta como lo es el hombre bueno. Pues también es distinta la administración doméstica del hombre y la de la mujer, la función del primero es adquirir, la de ella guardar.)
La prudencia es la única virtud peculiar del que manda; las demás parece que son necesariamente comunes a gobernados  y a gobernantes. Pero en el gobernado no es virtud la prudencia, sino la opinión verdadera, pues el gobernado es como un fabricante de flautas y el gobernante como el flautista que las usa.
De estas consideraciones queda claro si la virtud del hombre de bien y la del buen ciudadano son la misma o distintas, y de qué manera son una misma y cómo son distintas.


Capítulo 5
¿Deben los trabajadores manuales ser ciudadanos?

Acerca del ciudadano queda aún uno de los problemas, Realmente, ¿es ciudadano sólo el que puede participar del poder o también hay que considerar
Ciudadanos a los trabajadores manuales? Si han de considerarse ciudadanos incluso los que no participan de las magistraturas, no es posible que aquella virtud mencionada sea propia de todo ciudadano (pues el trabador manual sería ciudadano). Y si ninguno de ellos es ciudadano, ¿en qué grupo debemos colocar a cada uno? No son, en efecto, metecos ni extranjeros. ¿O diremos que de esa argumentación no resulta ningún absurdo? Pues tampoco los esclavos ni los libertos pertenecen a ninguna de las clases mencionadas. La verdad es que no hay que  considerar ciudadanos a todos aquellos sin los cuales no podría existir la ciudad, puesto que tampoco los niños son ciudadanos de la misma manera que los hombres, sino que éstos lo son absolutamente, y aquéllos, bajo condición, pues son ciudadanos, pero incompletos.
En los tiempos antiguos y en algunos lugares, los trabajadores manuales eran esclavos o extranjeros, y por eso aún hoy son la mayoría. La ciudad más perfecta no hará ciudadanos, la virtud del ciudadano de la que antes hablamos no habrá de aplicarse a todos, ni siquiera solamente al libre, sino a los que están exentos de los trabajos necesarios. De los que realizan esos trabajos necesarios, unos los hacen para servicio de un individuo solo y son esclavos, otros los hacen para servicio de la comunidad y son trabajadores y jornaleros. Un breve examen a partir de aquí mostrará claramente cuál es la situación de éstos, pues lo que hemos dicho, una vez explicado, se hace evidente.
Puesto que hay varios regímenes políticos, e forzoso que haya también varias clases de ciudadanos y especialmente de ciudadanos gobernados, de suerte que en algún régimen habrán de ser ciudadanos el obrero manual y el jornalero, en otros ser
A imposible. Por ejemplo, si es un régimen de los llamados aristocráticos, en el que las dignidades se conceden según las cualidades y los méritos; pues no es posible que se ocupe de las cosas de la virtud el que lleva una vida de trabajador o de jornalero. En las oligarquías el jornalero no puede ser ciudadano (ya que la participación en las magistraturas depende del pago de impuestos elevados), pero un trabajador manual si puede serlo, porque la mayoría de los artesanos se enriquecen. En Tebas había una ley según la cual no podía participar del poder el que no llevara diez años retirado del comercio.
Pero en muchos regimenes la ley admite incluso a los extranjeros. En algunas democracias el hijo de una ciudadana es ciudadano, y en muchos países están en la misma situación los hijos ilegítimos. Sin embargo, como hacen ciudadanos a tales personas sólo por falta de ciudadanos legítimos (pues debido a la escasez de hombre se sirven de estas leyes), cuando la población aumenta los van poco a poco excluyendo, primero a los hijos del esclavo o esclava, luego a los de mujeres ciudadanas, y finalmente sólo tienen por ciudadanos a los hijos de padres y madre ciudadanos.
De lo anterior está claro que hay varias clases de ciudadanos y que se llama principalmente ciudadano al que participa del os honores públicos; así también dijo Homero: “como a un extranjero privado de honores”. Pues el que no participa de los honores es como un meteco.  Y donde esto se hace de modo encubierto es con el fin de engañar al resto de la población.
Si se debe considerar distinta o la misma la virtud la del hombre de bien y la del buen ciudadano, queda claro por lo dicho: en alguna ciudad uno y otro son el mismo y en otras no, y ese último no es cualquiera, sino el político y con la ayuda de otros, en la administración de los asuntos de la comunidad.

Capítulo 6
[Definición y diferenciación de los regímenes políticos. El fin de la ciudad y las formas de autoridad.]

Después de haber definido estas cuestiones, examinemos a continuación si se debe admitir un solo régimen político o más de uno, y si más, cuáles y cuántos, y cuáles son las diferencias que los distinguen. Un régimen político es un ordenamiento de todas las diversas magistraturas de la ciudad y especialmente de la que detenta el poder soberano. Y en todas partes es soberano el gobierno (políteuma) de la ciudad, y el gobierno es el régimen político (politería). Digo, por ejemplo, que en las democracias soberano es el pueblo, y en las oligarquías, por el contrario, lo es la minoría. Y así afirmamos que su régimen político es diferente. Aplicaremos ese mismo argumento respecto de los demás.
Debemos dejar sentado, ante todo, con qué propósito se ha constituido la ciudad, y cuántas son las formas de gobierno relativas al hombre y a la vida en comunidad. En la primera parte de este tratado en la que se definió la administración doméstica y la potestad del amo, dijimos que el hombre es por naturaleza un animal político. Por eso, aunque no necesiten ayudarse mutuamente, los hombres tienden a convivir. No obstante, también los congrega el interés común, en la medida en que a cada uno le toca una parte del bien vivir. Éste es, por consiguiente, el fin por excelencia, tanto de todos en conjunto cuanto de cada uno por separado. Pero también se reúnen simplemente para vivir, y constituyen la comunidad política. Pues tal vez hay cierta dosis de bandad en el solo hecho de vivir, salvo que en la vida hay excesivo pesares. Es evidente que la mayoría de los hombres soportan muchos padecimientos por su fuerte apego a la vida, como si hubiera en ella un cierto bienestar y una natural dulzura.
Pero en cuanto a las formas de autoridad mencionadas, fácil es distinguirlas: de hecho, en los tratados destinados al público las definimos con frecuencia. En efecto, aunque el esclavo por naturaleza  y el amo por naturaleza tengan un interés común, la potestad del amo, sin embargo, se ejerce atendiendo más al interés del amo, y sólo accidentalmente al del esclavo (pues, desaparecido el esclavo, la potestad del amo no subsiste).
El gobierno sobre los hijos, la mujer y la casa e su conjunto, al que llamamos administración doméstica, se ejerce a favor de los gobernados o de algo común a ambas partes, pero esencialmente a favor de los gobernados, tal como lo vemos en el caso de otras artes, por ejemplo, medicina y gimnasia, aunque accidentalmente sea en su propio beneficio. Pues impide que el maestro de gimnasia sea a veces él mismo uno de los gimnastas, así como el piloto es siempre uno de los marineros. El maestro de gimnasia, entonces, o el piloto velan por el bien de quienes están bajo su mando, pero cuando ellos mismos se vuelven uno de ellos, accidentalmente participan del beneficio. El uno, en efecto, se torna marinero, mientras que el otro, por ser maestro de gimnasia, se vuelve uno de los gimnastas.
Por eso, en lo que toca a las magistraturas políticas, siempre que el régimen político esté constituido sobre la base de la igualdad y semejanza de los ciudadanos, éstos estiman conveniente ocupar los cargos por turno. En épocas anteriores, tal como es natural, estimaban conveniente alternarse en el cumplimiento del servicio público y que algún otro, a cambio, velara por su propio bien, así como él mismo lo hacía antes cuando gobernaba velando por el interés de aquel otro. Pero ahora, a causa de las ventajas que derivan de los cargos públicos y del poder, los hombres quieren gobernar de modo continuo, como si los que están en el poder, aunque enfermizos, gozaran por ello siempre de bueno salud. Si fuera así, probablemente correrían detrás de los cargos. Es evidente, entonces, que todos aquellos regímenes políticos que miran al bien común son rectos, en cuanto se conforman a la justicia en sentido absoluto, pero aquellos que miran sólo al bien propio de los gobernantes, son todos ellos erróneos y desviaciones de os regímenes políticos rectos; son, en efecto, despóticos, mientras que la ciudad es una comunidad de individuos libres.

Capítulo 7
[Clasificación de los regímenes políticos: regímenes rectos y desviados.]

Hechas tales precisiones, debemos examinar a continuación cuántos y cuáles son los regímenes políticos, comenzando por aquellos que son rectos, pues, una vez definidos éstos, fácil será reconocer sus desviaciones.
    Dado que régimen político (politeía) y gobierno (políteuma) significan lo mismo, y gobierno es el poder soberano en las ciudades, soberano ha de ser o bien un solo individuo, o bien pocos, o bien la masa de los ciudadanos. Cuando ese único individuo o los pocos o las masas de ciudadanos gobiernan teniendo en mira el interés común, tales regímenes son forzosamente rectos, pero cuando persiguen el interés particular, sea de ese único individuo, de los pocos o de la masa de ciudadanos o que (si lo llamamos ciudadanos) deben tener parte de los beneficios.
De los gobiernos monárquicos, esto es, de un solo individuo, solemos llamar reinado al que tiene en mira el interés común, y aristocracia al gobierno de unos pocos pero no de una sola persona (sea por que gobiernan los mejores, sea porque tiene en vista lo mejor para la ciudad y para quienes forman parte de ella; cuando la masa gobierna la ciudad mirando al interés común, se la llama con el nombre común a todos los regímenes políticos, politeía (república). ( Y eso es razonable, ya que es posible que un único individuo o unos pocos sobresalgan por su virtud, pero cuando son muchos difícil es que ellos alcancen la perfección en todo de virtudes, sino a lo sumo en la guerrera: ésta, en efecto, se da en la masa; es por eso precisamente que en este régimen el elemento defensivo es el más soberano, y quienes participan de él son quienes tienen las armas).

Son desviaciones de los regímenes políticos mencionados la tiranía del reinado, la oligarquía de la aristocracia y la democracia de la república. La tiranía en efecto, es el gobierno de uno solo que tiene en vista el interés del gobernante, la oligarquía, el que mira el interés de los ricos, la democracia, el que mira al interés de los pobres; pero ninguno de esos gobiernos tiene por fin el interés común.

Capitulo 8

[La democracia y la oligarquía.]

Hay que tratar con mayor extensión en qué consiste cada uno de estos regímenes políticos, ya que esta cuestión comporta ciertas dificultades, y es propio de quien como filósofo examina cada tema y no se limita a enfocarlo en su aspecto práctico, no descuidar ni omitir nada, sino poner en evidencia la verdad sobre cada punto.
Tal como se dijo, la tiranía es una monarquía que ejerce poder despótico sobre la comunidad política; hay oligarquía cuando quienes tienen el poder supremo en el régimen son quienes poseen cuantioso patrimonio; la democracia, al contrario, cuando ese poder está en manos de quienes no poseen gran patrimonio sino que carecen de medios. Una primera dificultad tiene que ver con la definición. En efecto, si la mayoría, siendo rica, fuera soberana de la ciudad – y hay democracia cuando la masa de los ciudadanos detenta el poder soberano -, e igualmente, si se diera el caso de que los pobres, aunque fueran menos en número que los ricos, pero más fuertes y con el poder soberano del régimen – y se dice que esto es una oligarquía porque ser pocos los soberanos -, parecería, entonces, que hay algo erróneo en la definición de los regímenes políticos.
Pero si se combina riqueza con corto número y pobreza con amplio número y se denomina a los regímenes políticos de acuerdo con ese criterio – y dado que oligarquía es el régimen en el que las magistraturas están en manos de los ricos, siendo ellos una minoría, y democracia es aquel régimen en el que los pobres ocupan las magistraturas, siendo ellos mayoría -, se presenta una segunda dificultad. ¿Cómo hemos de llamar entonces a los regímenes de los que acabamos de hablar, aquel en que los ricos son la mayoría y los pobres minoritarios, pero ambos tienen el poder soberano el régimen, si no hay ningún otro régimen político fuera de los mencionados? Parece entonces que el argumento pone en evidencia que es accidental el hecho de que sean muchos o pocos quienes tienen el poder soberano, pocos en las oligarquías, muchos en las democracias, porque en todas partes los ricos son pocos y los pobres muchos ( y por eso sucede que las caudas mencionadas no son causas de la diferencia). Por el contrario, aquello por lo que democracia y oligarquía difieren entre sí es la pobreza o la riqueza, y es forzoso que cuando quienes gobiernan, sean pocos o muchos, lo hacen en razón de su riqueza, el régimen sea una oligarquía, mientras que cuando son los pobres quienes gobiernan, haya democracia. Pero ocurre, tal como dijimos, que en un caso son pocos y en el otro, muchos. Pocos son, en efecto, los ricos, pero todos participan de la libertad; por estas caudas unos y otros se disputan el poder en el régimen político

Capítulo 9

[La justa distribución del poder político. Justicia, virtud y felicidad como fines de la ciudad.] 

Tomemos primero qué rasgos son los que se consideran propios de la oligarquía de la democracia, y en qué consiste la justicia oligárquica y la democrática. Pues todas se atienen a alguna noción de justicia, pero alcanzan sólo hasta cierto punto y no dicen qué es la justicia en sentido pleno. Por ejemplo, parece que la justicia es igualdad, y en efecto lo es, pero no para todos sino sólo para los que son iguales; la desigualdad también parece ser justa, y efectivamente lo es pero no para todos sino para los desiguales. Hay quienes omiten precisamente el “para quiénes”, y juzgan mal. Causa de ello es que juzgan a propósito de lo que les atañe, pero la mayoría de los individuos son malos jueces de sus propios asuntos. De tal modo que, como la justicia lo es para algunos, y deben hacerse la distribución del mismo modo, trátese de cosas o de personas, como antes dijimos en la Ética, acuerdan en la igualdad de cosas, pero discuten en la que se refiere a personas, principalmente por lo que acaba de decirse, porque hacen mal juicio a propósito de lo que les concierne, y también porque, cuando en realidad hablan sobre la justicia hasta un cierto punto, unos y otros creen estar hablando de la justicia en sentido absoluto. Unos, en efecto, si son desiguales en algún aspecto, como por ejemplo, los bienes materiales, creen que son completamente desiguales, mientras que otros, iguales en cierto aspecto, por ejemplo, la libertad, creen serlo en todo.
Pero lo más importante no lo dicen. En efecto, si gracias a las posesiones los individuos formaron comunidades y se reunieron, su participación en la ciudad debe ser proporcional a las posesiones en la ciudad debe ser proporcional a las posesiones, de modo que el discurso oligárquico parecería tener fuerza probatoria (pues no es justo, dice, que participe igual de las cien minas quien ha aportado sólo una mina que quien ha puesto todo el resto, ni de las minas iniciales ni de sus intereses). Pero la sociedad existe no sólo con miras a vivir sino a vivir bien (porque de lo contrario habría una ciudad de esclavos y de los demás seres vivos; y no la hay porque no participan de la felicidad ni eligen su modo de vida). Tampoco se han asociado para formar una alianza, para no ser objeto de trato injusto, ni para los intercambios comerciales ni el recíproco beneficio, ya que entonces los etruscos, los cartagineses y todos los demás con tratos entre sí serían como ciudadanos de una única ciudad. Ellos tienen, por cierto, convenios de importación, trato para impedir la injusticia y documentos escritos sobre las alianzas militares. Pero ni han instituido magistratura comunes a todos en lo que concierne a esos asuntos, sino que cada uno e ellos tiene las propias, ni se preocupan unos de qué clase de persona deben ser los otros, ni tampoco de que ninguno de los que están sujetos a esos tratados sea injusto o cometa alguna maldad, sino sólo de que no se comentan delitos entre ellos.
Quienes, por el contrario, se preocupan por una buena legislación, indagan acerca de la virtud y el vicio cívicos. Así, es manifiesto que la ciudad así llamada con propiedad y no sólo de palabra debe prestar atención a la virtud, pues la comunidad se convierte en una alianza militar que sólo por estar en un mismo lugar se diferencia de las otras alianzas entre integrantes alejados entre sí. La ley, por su parte, resulta un convenio y, como dijo licofrón el sofista, es garantía de los derechos mutuos, pero es incapaz de volver a los ciudadanos buenos y justos. Es evidente que esto es así. En efecto, si se reunieran en uno solo sus territorios, de modo tal que las murallas de la ciudad de mégra y las de Corinto fueran contiguas, con todo no formarían una única ciudad. Tampoco la habría si se celebraran matrimonio entre unos y otros; sin embargo éste es uno de los lazos de unión comunicaría propios de las ciudades. Asimismo, tampoco habría ciudad en el caso de que los habitantes vivieran separados, aunque no a una distancia tal que impidiera la comunidad, y tuvieran leyes que los obligaran a no inferirse mutuos daños en sus intercambios; por ejemplo, si uno fuera carpintero, otro agricultor, otro zapatero y otro algo por el estilo, y si fuesen unos diez mil, pero, sin embargo, no tuvieran en común nada más que cosas tales como un intercambio o una alianza militar.
¿Cuál es, entonces, la causa? Por cierto, no es la dispersión de la comunidad. Pues si se reunieran y mantuvieran una comunidad de ese tipo (pero cada uno siguiera usando su propia casa como si fuera una ciudad) y se prestaran mutuo auxilio como si se tratara de una alianza defensiva sólo contra quienes los atacaran injustamente, tampoco en ese caso parecería que hay ciudad a quien hiciera un examen riguroso, puesto que su relación es la misma estén reunidos o separados.
Es evidente entonces que la ciudad no es una comunidad de territorios para impedir las injusticias mutuas y facilitar los intercambios; para que haya ciudad, todo esto debe forzosamente existir, pero no porque se cumplan todas estas condiciones existe una ciudad, sino que ésta es una comunidad para bien vivir de casas a familias con miras a una vida perfecta y autárquica. Sin embargo, esto no se dará si no habitan un único territorio y contraen matrimonios entre sí. Por eso, en las ciudades surgieron lazos de parentesco por matrimonio, fratrías, ritos sacrificiales y los pasatiempos de la vida en común. Y esto es obra de la amistad, pues la amistad consiste en la elección del convivir. El fin de la ciudad es, entonces, el bien vivir, y todo eso es para le logro de se fin. Una ciudad es la comunidad de familias y de aldeas para una vida perfecta y autosuficiente; y ésta es, según decimos, en una vida feliz y buena.
Por consiguiente, debe postularse que la comunidad política existe con miras a de las buenas acciones y no a la convivencia. Por ello, a quienes contribuyen en mayor participación en la ciudad que a aquellos que son iguales o superiores por libertad o por linaje pero desiguales en virtud política, o a los que los superan en riqueza pero son superados en virtud. Es evidente a partir de lo dicho que todos los que discuten a propósito de los regímenes políticos hablan sólo de una parte de la justicia
                                                      



CAPÏTULO 1

Qué se significa con el término de rey

Como comienza de nuestro propósito conviene exponer qué se entiende con el término rey. En todo lo que se ordena a algún fin, en tanto avanza por diversos caminos, se necesita algún dirigente por el que directamente alcance el fin correspondiente. En efecto, una nace que recibiera el impulso de diferentes vientos hacia lugares diferentes, no alcanzaría el fin previsto, si no es dirigida hacia el puerto por la habilidad del capitán. Ahora bien, es propio del hombre algún fin hacia el cual está ordenada toda su vida y su acción, puesto que es alguien que obra mediante el entendimiento, cuyo obrar es manifiesto por su fin. Pero sucede que los hombres avanzan hacia el fin pretendiendo de distintas maneras, cosa que la misma diversidad de afanes y acciones humanas hace evidente. Por consiguiente, precisa el hombre alguien que lo dirija hace el fin.
Cada hombre tiene naturalmente en su interior la luz de la razón, para con la cual en sus actos dirigirse hacia el fin. Y si le conviniera al hombre vivir en soledad, como a muchos animales, no precisaría de nadie que lo dirija al fin, sino que cada uno por su cuenta sería rey de sí mismo bajo el sumo Rey Dios, porque por la luz de la razón, de origen divino, podría dirigirse a sí mismo en sus actos. Pero corresponde al hombre que sea una animal social y político, que vive en una multitud más aún que todos los otros animales; lo que, por cierto, su necesidad natural revela. En efecto, a los otros animales la naturaleza les deparó la comida, sus pieles, su defensa, como colmillos, cuernos, garras o al menos velocidad para la fuga. El hombre, en cambio, está desprovisto de estos recursos dados por la naturaleza, pero en lugar de todos ésos, le fue dada la razón por la cual pudiera, mediante el trabajo de sus manos, obtener todas esas cosas. Para obtener todas ésas un solo hombre no se basta, pues un solo hombre por sí no podría pasar su vida con suficiencia; en consecuencia, es natural al hombre vivir en sociedad de muchos.
Más aún, a los otros animales les es insita una habilidad natural respecto de todas las cosas que les son útiles o nocivas, como la oveja naturalmente estima al lobo como enemigo; incluso algunos animales por su habilidad natural conocen ciertas hierbas medicinales y otras necesarias para su vida. En cambio, el hombre tiene sólo en común el conocimiento natural de esas cosas que son necesarias para sui vida, de modo que valiéndose de él, por medio de la razón, puede, a partir de los principios naturales, llegar al conocimiento de las cosas particulares que son necesarias para la vida humana. Es, pues, imposible que un solo hombre alcance todas esas cosas por medio de su razón; en consecuencia, le es necesario al hombre vivir en multitud, de modo que uno ayude al otro, diversos se ocupen en investigar diferentes cosas por medio de su razón, por ejemplo, uno la medicina, otro otra cosa y otro otra cosa diferente.
Incluso esto es manifiesto con toda evidencia por el hecho de que es propio del hombre el uso del habla, por la cual un hombre puede expresar a otros su pensamiento de manera cabal. Ciertamente algunos animales expresan mutuamente sus pasiones en común, como el perro su ira por medio del ladrido, y otros animales algunas pasiones de diferentes modos; entonces el hombre e más comunicativo para otro hombre que cualquier otro animal gregario que pueda verse, como la grulla, la hormiga y la abeja. Por lo tanto, al considerar esto Salomón dijo: “Es mejor ser dos que uno, pues tienen la ganancia de la sociedad mutua”
Entonces, si es natural al hombre vivir en sociedad de muchos, es necesario que entre todos haya algo por lo que la multitud se rija. En efecto, sobresaliendo muchos hombre y previéndose cada uno aquello que es para él apto, la multitud se dispersaría en diversos grupos a no se que existiese, ciertamente, algo que tenga el cuidado de los que compete al bien de la multitud, como el cuerpo del hombre y de cualquier animal se desvanecería a no ser que exista alguna fuerza regitiva común en el cuerpo, que tienda al bien común de todos sus miembros. Considerando lo cual dijo Salomón: “donde no hay gobernador, el pueblo se dispersará”
Y ello sucede razonablemente. En efecto, no es lo mismo lo que es propio y lo que es común; pues según lo propio los hombres difieren, mas según lo común se unen. Pues son diversas las causas de los diversos efectos; en consecuencia, conviene que, además de lo que mueve al bien propio de cada uno, exista algo que mueva al bien común de los muchos. Por esto también en todas las cosas que se ordenan en una única dirección, se encuentra algo que rige a otro. En efecto, en el universo de los cuerpos los otros cuerpos son regidos por el primer  cuerpo, a saber el celeste, según el orden cierto de la providencia divina, y todos los cuerpos, por la criatura racional. Incluso en el hombre individual el alma rige al cuerpo, y entre las partes del alma la irascible y la concupiscible son regidas por la razón. E igualmente entre los miembros del cuerpo uno es el principal, el que mueve a todo lo demás, sea el corazón sea la cabeza. Conviene, en consecuencia, que exista en toda multitud algo regitivo.
Ahora bien, sucede, en las cosas que se ordenan a un fin, que avanza ya recta ya no rectamente; por ello también en el régimen de una multitud se encuentra una dirección recta y otra no recta. Cada cosa se dirige rectamente cuando se conduce al fin conveniente, y no rectamente cuando se conduce al fin no conveniente. Mas es diferente el fin conveniente de una multitud de libres y el de siervos; pues libre es quien es causa de sí mismo, y siervo el que, lo que es, lo es por otro, Entonces, si una multitud de libre es ordenada por quien la dirija al bien común de la multitud el régimen será recto y justo, como conviene a libres. En cambio, si el régimen no se ordena al bien común de la multitud sino al bien privado de quien la dirige, el régimen será injusto y perverso; de aquí que el Señor amenace a tales dirigentes diciendo por medio de Ezequiel: “Ay de los pastores que se apacientan así mismos- como si dijera: a los que buscan su propio derecho-, ¿acaso no son los rebaños los que deben ser apacentado por los pastares?” (Ezequiel 34,2). Ciertamente, los pastores deben buscar el bien del rebaño, y cada dirigente el bien de la multitud a él sujeta.
Entonces, si el régimen injusto fuera por uno solo que busque en el régimen su propio provecho, no el bien de la multitud a el sujeta, tal dirigente se llama tirano, nombre derivado de una palabra que significa fuerza, porque son su poder oprime, no rige con justicia; de aquí que también entre los antiguos llamasen tiranos a algunos poderosos. En cambio, si el régimen injusto fuera no por uno sino por varios, si lo es por pocos se llama oligarquía, esto es el principado de unos pocos; cuando, por ejemplo, los pocos oprimen a la plebe pro medio de las riquezas, diferenciándose del tirano solamente en su pluralidad. Si el régimen injusto es ejercido por muchos, se llama democracia, esto es el poderío del pueblo, cuando por ejemplo el pueblo más plebeyo oprime a los ricos por medio del poder de la multitud. Por cierto, así también el pueblo todo será casi como un único tirano.
Similarmente también conviene distinguir al régimen justo. En efecto, si se administrara por una determinada multitud, se lo llama con el nombre común de politia, como cuando una multitud de militares domina en una ciudad o en una confedereración. En cambio, si se administrara por unos pocos, el régimen se llama aristocracia, esto es el poderío optimo o de los óptimos, quienes por ellos se dice optimates. Si el régimen justo compete a uno solo, ese es llama con propiedad rey. De aquí que el Señor por medio de Ezequiel diga: “mi ciervo David será rey sobre todos y único pastor sobre todos). Lo cual señala de manera manifiesta que la razón del rey es que sea uno que presida y que sea un pastor que busca el bien de la multitud y no el suyo.
Ahora bien, como al hombre atañe vivir en multitud, porque no se basta a sí mismo de lo necesario para la vida si permaneciera solitario, conviene que tanto sea más perfecta la sociedad de la multitud, cuento más suficiente sea por sí para lograr lo necesario para la vida. Se da cierta suficiencia de la vida en una familia de una casa, a saber, lo que hace a los actos naturales de nutrición, generación de la prole y otros por el estilo; en un villorio, lo que compete a un único oficio; y en la ciudad, que es la comunidad perfecta, lo que hace a todo lo necesario para la vida; pero más aún en una confederación, por la necesidad de lucha  y auxilio mutuo contra los enemigos. De aquí que quien rige una comunidad perfecta, esto es una ciudad o una confederación, se llama rey por antonomasia; el que rige una casa, no s e dice rey sino paterfamilias; con todo, aguarda cierta similitud con el rey, por lo que a veces los reyes son llamados padres del pueblo.
De lo dicho, entonces, es evidente que el rey en quien, único, rige la multitud de la ciudad o la confederación y a favor del bien común, De aquí Salomón diga: El rey manda que toda la tierra le sirva”.


                                                             
Capítulo 2

Qué conviene más a la ciudad o confederación, ser regido por muchos o por un único dirigente

Con esas premisas es preciso inquirir qué conviene más a la confederación o ciudad, si ser regida por muchos o por uno.
Y esto puede considerarse a partir del fin mismo del régimen. La intención de cualquier dirigente debe encaminarse a esto, a que procure la salvación de lo que ha aceptado regir; en efecto, es propio del capitán llevar la nave, conservándola ilesa contra los peligros del mar, hasta el puerto de la salvación. Y el bien, la salud de una multitud asociada , consiste en que se conserve su unidad que se llama paz; removida la cual, perece la utilidad de la vida social; más todavía, la multitud al disentir se vuelve una carga para sí misma. Entonces, esto es a lo que máximamente debe tender el dirigente de una multitud, a procurar la unidad de la paz; no delibera rectamente si no pacifica la multitud a él sujeta, como tampoco el médico, si no sana al enfermo a él encomendado. En efecto, nadie debe deliberar acerca del fin al cual debe tender, sino de esas cosas que hacen al fin. Por ello el Apóstol, encomendada la unidad del pueblo fiel, dijo “Procurad conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4,3). Entonces, cuanto más eficaz sea un régimen para conservar la unidad de la paz, tanto más será útil; pues llamamos más útil a lo que lleva mejor hacia el fin. Y es manifiesto que puede lograra mejor la unidad de la paz aquello que es por s uno que muchos, como es mucho más eficaz da cauda de la calefacción que lo que es por sí cálido. Entonces, es más útil el régimen de uno que el de muchos.
Más aún, es manifiesto que de ningún modo podrían muchos dirigir una multitud si disintieran totalmente, entonces, se requiere en la pluralidad una cierta unión para que puedan regir de algún modo, porque muchos no podrían llevar la nave a alguna parte a no ser que estuvieran unidos de alguna manera. Se dice que muchas cosas están unidas por su aproximación a lo uno; entonces, es mejor que rija uno que muchos estando cerca de lo uno.
Ahora bien, aquellas cosas que se disponen según la naturaleza son óptimas, pues en los singulares la naturaleza obra lo que es óptimo. Y todo régimen natural es por uno: en efecto, en los muchos miembros hay uno que mueve de manera principal: el corazón; en las partes del alma una capacidad preside principalmente la razón; en las abejas hay una sola reina, y en todo el universo un único Dios creador y rector de todas las cosas. Y esto es razonable; pues toda la multitud se deriva de uno. Por lo cuál, si las cosas son según el arte imitan a las que son según la naturaleza, y tanto mejor es la obra de arte cuanto más se asemeja a la que está en la naturaleza, es necesario, que en la multitud humana sea lo óptimo lo que es regido por uno.
Y esto es evidente también por experiencia. Pues las confederaciones o ciudades que no son regidas por uno padecen disensiones y sin paz, vacilan, al punto de que parece cumplirse lo que el Señor por medio del profeta se queja diciendo: “Muchos pastores han arruinado mi viña” (Jeremías 12,10). Y, por un rey gozan de paz, florecen por la justicia y se alegran por las riquezas; de aquí que el Señor haya prometido a su pueblo, por medio de los profetas, como un gran obsequio, que colocaría sobre ellos una única cabeza y que “habría un solo príncipe en medio de ellos” (Ezequiel 34,24).-

CAPITULO 3

Que el régimen del tirano es pésimo

Así como el régimen del rey es óptimo, así el régimen del tirano es pésimo. Por cierto, la democracia se opone a la politia y, como es evidente por lo dicho, uno y otro son regimenes enfrentados, ejercidos por muchos; la oligarquía se opone a la aristocracia, y uno y otro, enfrentados, son ejercidos por pocos, y el reino, al tirano y uno y otro, enfrentados, son ejercidos por uno solo. Y que el reino sea el régimen óptimo se demuestra antes que nada; pues si lo pésimo se opone a lo óptimo, es necesario que la tiranía sea lo pésimo.
Además, la virtud unida es más eficaz para producir su efecto que estando dispersa o dividida; en efecto, muchos en colaboración al mismo tiempo consiguen arrastrar lo que estando divididos no podría ser arrastrado por cada uno por su parte en forma individual. Entonces, así como es más útil que la virtud que obra hacia el bien sea una unidad, a fin de que sea más virtuosa para obrar el bien, así es más nocivo si la virtud que obra el mal sea una antes que dividida. En efecto, la virtud del que preside injustamente obra al mal de la multitud, mientras tuerce el bien común de la multitud hacia su bien propio. Así entonces, como en un régimen justo cuanto el que dirige sea una unidad tanto es más útil el régimen, como el reino es más útil que la aristocracia y la aristocracia que la política, así por el contrario se dará también en un régimen injusto que cuánto el que dirige sea una unidad tanto más nocivo. Entonces, es más nociva la tiranía que la oligarquía y la oligarquía que la democracia.
Más aún, un régimen se convierte en injusto por esto, porque, habiéndose despreciado el bien común de la multitud, se busca el bien privado del dirigente; entonces, cuanto más se aparte del bien común tanto el régimen más injusto. Y más se aparte del bien común en la oligarquía, en la cuál se busca el bien de unos pocos, que en la democracia, en la cuál se busca el bien de muchos; y todavía más se aparte del bien común en la tiranía, en la cuál se busca el bien de uno solo; en efecto, está más próxima a la universalidad lo mucho que lo poco, y lo poco que lo uno solo; entonces, el régimen del tirano es el más injusto.
Y, a la vez, esto es manifiesto al considerar el orden de la divina providencia que lo dispuso todo de manera óptima. Pues el bien proviene, en las cosas, a partir de una causa perfecta, estando todas casi como anuladas las causas que pueden ayudar al bien; en cambio el mal proviene en cada cosa puntualmente, a partir de defectos particulares. En efecto, no hay belleza en un cuerpo a no ser que todos sus miembros estuvieran bien dispuestos; y la fealdad resulta de cualquier miembro que se encuentre desproporcionado. Y así la fealdad proviene de muchas causas diferentes, y la belleza, de una causa perfecta, de un solo modo; y así se da, en todo lo bueno y lo malo, tal como Dios lo haya provisto, el hecho de que el bien a partir de una única causa sea más fuerte y el mal a partir de muchas causas, sea más débil. Entonces, conviene que el régimen justo sea sólo de uno para que sea más fuerte; y si el régimen se separa de la justicia, conviene más que sea de muchos, para que sea más débil y esos muchos se obstaculicen mutuamente. Entonces, entre los regimenes injustos el más tolerable es la democracia y el pésimo la tiranía.
Lo mismo también es manifestante evidente si uno considera los males que provienen de los tiranos; ya que, de hecho, el tirano, habiendo despreciado el bien común, busca uno privado, se sigue que oprima a los súbditos de diversas maneras, según se subordine a las diversas pasiones para tratar de alcanzar algunos bienes. En efecto, quién esté sometido por la pasión de la codicia, roba los bienes de los súbditos, de aquí que Salomón diga: “El rey justo construye la tierra y el avaro la destruirá” (Proverbios 29,4). Si se subordinara a la pasión de la ira, derrama sangre por cualquier pretexto; de aquí que se diga por medio de Ezequiel: “Sus príncipes están en medio de ella, como lobos que arrebatan la presa para derramar sangre” (22,27). Entonces, que haya que huir de éste régimen lo advierte Salomón diciendo: “Mantente lejos del hombre que tiene poder de matar” (Eclesiástico 9,18), como así se dijera: No por lo justicia sino que mata por poder, por capricho de su voluntad. Así entonces, no puede haber seguridad alguna, si no que todas las cosas son inciertas cuando se aparta del derecho; ni puede haber algo firme, colocado como está la voluntad del tirano, por no decir en el capricho.
Y no sólo oprime a sus súbditos en lo corporal, sino también impide sus bienes espirituales. Porque quienes desean figurar antes que ser útiles, impiden todo progreso de los súbditos, sospechando que toda excelencia de parte de los súbditos sería perjudicial para su injusta dominación; en efecto, para los tiranos los buenos son más sospechosos que los malos y siempre la virtud ajena les parece espantosa. Entonces los tiranos descriptos se esfuerzan porque sus súbditos no alcancen el espíritu de una magnanimidad de virtuoso efecto ni destruyan su injusta dominación. Se esfuerzan también porque entre los súbditos no se afirme una relación de amistad y gocen entre sí de la ventaja de la paz, al punto de que, mientras uno desconfía del otro, no puedan demoler su dominio. Por lo cuál siembran discordia entre los mismos súbditos, alimentan las que han surgido y prohíben todo aquello que atañe a reuniones entre los hombres, como fiestas de bodas, banquetes y otras semejantes en las que suele generarse entre los hombres familiaridad y confianza. Se esfuerzan también porque no surjan poderosos o ricos, porque sospechan que sus súbditos, por su propia experiencia, ya que ellos hicieron lo mismo, utilicen el poder y las riquezas para perjudicarlos, así temen que el poder y las riquezas de sus súbditos se le vuelvan nocivos. De aquí que en Job se diga respecto del tirano: “El sonido del terror siempre está en sus oídos y cuando hay paz –o sea no habiendo nadie que intente un mal en su contra- él siempre sospecha traiciones” (15,21).
Por esto sucede que, como los que presiden, que deberían inducir a los súbditos a las virtudes, recelan de la virtud de sus súbditos y, en cuánto pueden, la impiden, se encuentran pocos virtuosos bajo los tiranos. Pues, según la opinión de Aristóteles (Ética a Nicómaco III, 11, 1116 a 20) junto a aquellos los hombres valientes se encuentran, junto a los cuáles son honrados como muy valientes; y Cicerón dice: “Yacen siempre y con poco vigor aquellas cosas que entre todos son desaprobadas” (disputas tusculanas I, 2, 4). También es natural que los hombres que se hayan nutrido del temor degeneren basta un ánimo servil y se vuelvan pusilánimes para cualquier obra viril y esforzada; cosa que es evidente por experiencia en las confederaciones que estuvieron bajo tiranos largo tiempo; de aquí que el apóstol diga a los Colonenses: “Padres, no provoquéis indignación a vuestros hijos para que no se vuelvan de ánimo pusilánime” (3,21).
Considerando éstos daños de la tiranía dice el rey Salomón: “Por los reyes impíos suceden las ruinas de los hombres” (Proverbios 28,2), porque los súbditos de los tiranos, por causa de su maldad, se apartan de la perfección de las virtudes. Y después dicen: “Cuando los impíos asumieren el principado, ello habrá llorado a los pueblos”, ya que vuelven a la servidumbre; y después: “Cuando se levantaran los impíos, se esconderán los hombres”, para evadir la crueldad de los tiranos. Y no es de admirar que el hombre que preside apartado de la razón y según el capricho de ánimo no difiera de una bestia; de aquí que Salomón diga: “Un león rugiente y un oso hambriento, eso es el príncipe impío sobre el pueblo pobre”; y por ello de los tiranos se esconden los hombres como de bestias salvajes, pues lo mismo parece ser estar sujeto a un tirano y ante una bestia voraz, prosternado.





CAPITULO 4

Por qué motivo se les vuelve odiosa la dignidad regia a los súbditos

Así pues, ya que el régimen óptimo y el pésimo se dan en la monarquía, esto es en el principado de uno solo, a muchos, por cierto, a causa de la maldad de los tiranos, la dignidad se les vuelve odiosa; algunos, deseando el régimen del reino, caen bajo la servidumbre de los tiranos so pretexto de la dignidad regia.
Un ejemplo de estos casos aparece, en forma evidente, en la República romana. En efecto, habiendo sido expulsados los reyes por el pueblo, ya que no podían soportar la pompa de los reyes, o mejor de los tiranos, instituyeron cónsules y otros magistrados por los cuáles comenzaron a ser regidos y dirigidos; éstos quisieron cambiar el reino por una aristocracia, y como refiere Salustio: “Es increíble recordar cuánto creció la ciudad de Roma en poco tiempo tras haber recobrado la libertad” (la conjuración de Catalina VI, 7). Pues la más de las veces sucede que los hombres que viven bajo un rey se esfuerzan menos por el bien común, como si pensasen que lo que invierten para el bien común no revierte para ellos mismo sino en otro bajo cuyo poder ven que se hallan los bienes comunes. Más cuando ven que el bien común no está bajo el poder de uno solo, no entienden al bien común como que algo es también de otro, sino que cada uno tiende a él como algo propio; de aquí que se vea por experiencia de una sólo ciudad administrada por dirigentes elegidos anualmente puede más que cualquier rey, aunque posea éste tres o cuatro ciudadanos tales como esa; y una servidumbre liviana ejercida por los reyes se soporta más pesadamente que las grandes cargas si fueran impuestas por la comunidad de los ciudadanos. Lo cuál se observó en el progreso de la República romana. Pues la plebe se alistaba en la milicia y se desprendía de sus dineros a favor de los soldados; y cuando el dinero entregado no era suficiente para el erario común, “vendían para uso público los bienes privados al punto de que, a demás de los anillos de oros y de las insignias personales que eran los símbolos de su dignidad, el senado mismo se quedaba sin nada de oro” (Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios III, 19).
Con todo, se agotaban por las continuas discordias que terminaron en las guerras civiles; y con éstas guerras civiles la libertad, para la cuál muchos se habían esforzado les fue arrebatada de sus manos, y comenzaron a estar bajo el poder de los emperadores, los cuáles no quisieron al comienzo llamarse reyes, porque ese nombre había sido odioso para los romanos. Algunos de ellos, según la costumbre regia, procuraron fielmente el bien común, por cuyo empeño la república romana había crecido y se había conservado; pero muchísimos de ellos, convertidos para sus súbditos en tiranos, pero respecto de sus enemigos, en inactivos y débiles, redujeron a la nada a la república romana.
Un proceso similar hubo en el pueblo hebreo. Primero, mientras estaban regidos bajo jueces, de todos los lados fueron saqueados por sus enemigos; cada uno hacía lo que era bueno a sus ojos. Y habiéndoles dado reyes de parte de divinidad a instancias de ellos mismos, por causa de la maldad de los reyes se alejaron del culto del único Dios y, finalmente, fueron conducidos al cautiverio.
Entonces, los peligros amenazan de uno y otro lado, sea que teniendo al tirano, se evite el régimen óptimo del rey, sea que deseándolo, la potestad regia se convierte en tiránica maldad.







CAPITULO 5

Es un mal menor cuando la monarquía se convierte en tiranía, que cuando un régimen de muchos optimates se corrompe

Ahora bien, cuando haya que elegir entre dos, de los cuáles en ambos amenace el peligro, parece lo mejor elegir aquel del cuál se siga un mal menor. De la monarquía, se convertirá en tiranía, se sigue un mal menor que de un régimen de muchos optimates, cuando se corrompe. En efecto, la decisión, que la más de las veces se sigue de un régimen de muchos, destruye el bien de la paz, que es lo principal en la multitud social; éste bien no es quitado por una tiranía, sino que son impedidos algunos bienes de los particulares y a no ser que hubiera un exceso de tiranía que perjudique a toda la comunidad. Entonces, es preferible el régimen de uno más que el de muchos, aunque de ambos se sigan peligros.
 Además, parece que debe huir de lo que muy a menudo pueden seguirse grandes peligros; y con más frecuencia se siguen máximos peligros para la multitud de un régimen de muchos que de un régimen de uno. En efecto, las más de las veces, sucede que alguien de entre esos muchos falle en la intención del bien común, a que uno solo lo haga. Y cualquiera de los muchos que presiden que se aparte de la intención del bien común, ponen en peligro de disensión a la multitud de súbditos, porque, estando en disensión los principales, la consecuencia es que la disensión continúe en la multitud, pero si uno presidiera las más de las veces entiende ciertamente al bien común; más si desviara su intención del bien común, no se sigue inmediatamente que entienda a la opresión de sus súbditos, en la cuál consiste el exceso de tiranía y que contiene el grado máximo de malicia del régimen, como antes se señaló. Entonces, hay que huir de los peligros que provienen del régimen de muchos más que de los que provienen del gobierno de uno.
Más aún, no menos acontece que el régimen de muchos se vuelve a la tiranía, que el de uno, si no que quizás con más frecuencia. Pues, habiendo surgido la disensión durante el régimen de muchos, sucede a menudo que uno supere a los otros, y supere para si solo el dominio de la multitud; lo cuál puede verse manifiestamente por lo ocurrido a través del tiempo. Pues, casi todos los regímenes de muchos han terminado en tiranía, como se manifiesta máximamente en el caso de la república romana. La cuál, habiendo sido administrada por muchos magistrados durante largo tiempo, surgidas envidias, disensiones y guerras civiles, cayó en poder de crudelísimos tiranos. Y si uno considerara de manera general los hechos pasados y diligentes los que ahora ocurren encontrará que muchos más ejercieron tiranía en tierras que son regidas por muchos, que en aquellas que son gobernadas por uno. Entonces, si el reino, no es el régimen óptimo, pareciera que ha de evitarse máximamente que caiga en tiranía, la tiranía no suelde darse sino más en el régimen de muchos que en el de uno. Se concluye que, en términos absolutos, es más conveniente vivir bajo un único rey que  bajo el régimen de muchos.

EL CAPITAL – KARL MARX

Maquinismo y Gran Industria

Desarrollo del Maquinismo
Como todo desarrollo de la fuerza productiva del trabajo, el empleo capitalista de las máquinas sólo aspira a disminuir el precio de las mercancías y, en consecuencia a aminorar la parte de la jornada del obrero que trabaja para sí mismo, a fin de prolongar la otra parte en que trabaja para el capitalista. Como la manufactura, es un método particular para fabricar plusvalía relativa.
La fuerza de trabajo en la manufactura y el instrumento de trabajo en la producción mecánica son los puntos de partida de la revolución industrial. Por lo tanto, conviene estudiar de qué modo el instrumento de trabajo se ha convertido de utensilio en máquina, precisando así la diferencia que existe entre la última y el primero.
Todo mecanismo desarrollado se compone de tres partes esencialmente distintas: motor, transmisión y máquina de operación.
El motor comunica el impulso a todo el mecanismo. Engendra su propia fuerza de movimiento –como la máquina de vapor- o recibe el impulso de una fuerza natural exterior, como la rueda hidráulica de un salto de agua y el aspa de un molino de viento, de las corrientes aéreas. La transmisión compuesta de volantes, correas, poleas, etc., distribuye el impulso, lo cambia de forma si es necesario y lo transmite a la máquina de operación, a la máquina utensilio. El motor y la transmisión sólo existen en efecto, para comunicar a la máquina-utensilio el movimiento que la hace actuar sobre el objeto de trabajo y cambiar de forma.   
Examinando la máquina – utensilio, encontramos en grande, aunque bajo formas modificadas, los aparatos e instrumentos que emplea el artesano o el obrero manufacturero; pero de instrumentos manuales del hombre, se han convertido en instrumentos mecánicos de una máquina. La máquina – utensilio es, pues un mecanismo que, recibiendo el movimiento adecuado, ejecuta con sus instrumentos las mismas operaciones que el trabajado, ejecuta con sus instrumentes las mismas operaciones que el trabajador con instrumento semejantes.
Desde que el instrumento, fuera ya de la mano del hombre, es manejado por un mecanismo, la máquina- utensilio reemplaza a la simple herramienta y realiza una revolución, aun cuando el hombre continúe impulsándola, sirviendo de motor; pues el número de utensilios que el hombre puede manejar al mismo tiempo está limitado por el número de sus propios órganos; si sólo posee dos manos para tener agujas, la máquina de hacer medias, movida por un hombre, hace punto con muchos millares de agujas; el número de utensilios o herramientas que una sola máquina pone en actividad a la vez, se ha emancipado, pues, del límite orgánico que no podía traspasar el utensilio manual.
Hay instrumentos que muestran claramente el doble papel del obrero como simple motor y como ejecutor de la mano de obra propiamente dicha. Elijamos el torno como ejemplo: el pie actúa sobre el pedal como motor, mientras las manos hilan trabajando con el huso. De esta última parte del instrumento – órgano de la operación manual – se apoderan, en primer término, la revolución industrial, dejando al hombre la nueva tarea de vigilar la máquina, al mismo tiempo que el papel puramente mecánico del motor.
Luego la máquina, punto de partida de la revolución industrial, reemplaza al operario que maneja una herramienta con un mecanismo que trabaja a la vez con muchos utensilios semejantes, y que recibe el impulso de una fuerza única, sea cualquiera la forma de esta fuerza, Sin embargo, esta máquina – utensilio sólo es el elemento simple de la producción mecánica.
Al llegar a cierto punto, no es posible aumentar las dimensiones de la máquina de operación y el número de sus utensilios, más que cuando se dispone de una fuerza de impulso superior a la del hombre, sin contar con que éste es un agente muy imperfecto si se trata de producir un movimiento continuo y uniforme. De éste modo, al sustituirse el utensilio con una máquina movida por el hombre, se hizo enseguida necesario reemplazar al hombre, en el papel de motor, por otras fuerzas naturales. Así, se recurrió al caballo, al viento, y al agua; pero sólo en la máquina a vapor de watt, se encontró un motor capaz de engendrar por sí mismo su propia fuerza motriz, consumiendo agua y carbón, y cuyo ilimitado grado de potencia se regula perfectamente por el hombre. Además, como no es condición precisa que ese motor funcione en los lugares especiales donde se encuentra la fuerza motriz natural –como sucede con el agua- puede transportarse e instalarse allí donde se reclame su acción.
Emancipado ya el motor de los límites de la fuerza humana, la máquina-utensilio, que inauguró la Revolución Industrial, desciende a la categoría de simple órgano del mecanismo de operación. Un solo botón puede poner en movimiento muchas máquinas-utensilio. El conjunto del mecanismo productivo presenta entonces dos formas distintas: La cooperación de muchas máquinas semejantes –como en el tejido, por ejemplo-, o una combinación de muchas máquinas diferentes, como ocurre en la filatura.
En el primer caso, el producto se fabrica completamente por la misma máquina-utensilio, que ejecuta todas las operaciones, la forma propia del taller fundado en el empleo de la máquina –la fábrica- se presenta, en primer término, como una aglomeración de máquinas-utensilio de la misma especie que funcionan al mismo tiempo y en el mismo local. Así, una fábrica de tejidos está formada por la reunión de muchos telares mecánicos. Pero existe aquí una verdadera unidad técnica, en cuánto éstas numerosas máquinas de utensilios reciben uniformemente su impulso constante de un motor común. Así como numerosos utensilios forman los órganos de una máquina utensilio, también numerosas máquinas utensilios forman otros tantos órganos semejantes de un mismo mecanismo motor.
En el segundo caso, cuando el objeto de trabajo tiene que recorrer una especie de transformaciones graduales, el sistema de maquinismo las realiza merced a máquinas diferentes, aunque combinadas entre sí. La cooperación por división del trabajo que caracteriza a la manufactura, surge también como combinación de máquinas de operación fraccionaria. Sin embargo, se manifiesta inmediatamente una diferencia esencial; la división manufacturera del trabajo debe tener en cuenta los límites de las fuerzas humanas y sólo puede establecer con arreglo la posibilidad manual de las diversas operaciones parciales; por el contrario, la producción mecánica emancipada de los límites de las fuerzas humanas, fundada la división en muchas operaciones de un acto de producción, en el análisis de los principios constitutivos y de los estados sucesivos de ése acto, mientras que la cuestión de la ejecución se resuelve por medio de la mecánica, etc. Así como en la manufactura la cooperación inmediata de los obreros encargados de operaciones parciales exige un número proporcional y determinado de obreros en cada grupo de igual manera en la combinación de máquinas diferentes la ocupación continua de unas por otras, suministrando cada cuál a la que sigue el objeto de su trabajo, crea una relación determinada entre su número, su dimensión, su velocidad y el número de obreros que se debe emplear en cada categoría.
Cualquiera que sea su forma, el sistema de máquinas-utensilios que marchan solas bajo el impulso recibido por transmisión de un motor central que engendra su propia fuerza motriz, es la expresión más desarrollada del maquinismo productivo. La máquina aislada se ha sustitutito por un monstruo mecánico, cuyos gigantescos miembros llenan edificios enteros.     

DESARROLLO DE LA GRAN INDUSTRIA

La división manufacturera del trabajo dio origen al taller de construcción donde se fabricaban los instrumentos de trabajo y los aparatos mecánicos, ya empleados en algunas manufacturas. Ese taller, con sus hábiles obreros mecánicos permitió aplicar los grandes inventos y en él se construyeron las máquinas. A medida que se multiplicaron los inventos y los pedidos de máquinas, su construcción se dividió en ramos variados e independientes, desarrollándose en cada uno de ellos la división del trabajo. La manufactura, pues constituye históricamente la base técnica de la gran industria.
Las máquinas suministradas por la manufactura hacen que ésta sea reemplazada por la gran industria. Pero al extenderse, la gran industria modifica la construcción de las máquinas, que es su base técnica y la subordina a su nuevo principio: el empleo de las máquinas.
Así como la máquina-utensilio es mezquina mientras el hombre la mueve, y así como el sistema mecánico progresa lentamente, mientras que las fuerzas motoras tradicionales –animal, viento y aún agua- no son reemplazadas por el vapor, así también la gran industria marcha con lentitud, mientras que la máquina debe su existencia a la fuerza y habilidad humanas y depende de la fuerza muscular, del golpe de vista y de la destreza manual del obrero.
Esto no es todo, la transformación del sistema de producción en un ramo de la industria implica una transformación en otro. Los medios de comunicación y de transporte, insuficientes para el aumento de producción, tuvieron que adaptarse a las exigencias de la gran industria –caminos de hierro, paquebotes, transatlánticos-. Las enormes masas de hierro, que por efecto de esto fue preciso preparar, necesitaron monstruosas máquinas cuya creación era imposible para el trabajo manufacturero.
La gran industria se vio, pues en la precisión de dirigirse a su medio característico de producción: a la misma máquina, para producir otras máquinas. De este modo se creó una base técnica en armonía con su principio.
Teníase ya en la máquina a vapor un motor susceptible de cualquier grado deseado de potencia; más para fabricar máquinas con máquinas, hacía falta producir mecánicamente las formas perfectas geométricas: el círculo, el cono, la esfera, que exigen ciertas partes de las máquinas. Este problema quedó resuelto a principios del siglo XIX, con la intervención del chariot en el torno, que poco después pudo moverse por sí sólo. Este accesorio del torno permite producir las formas geométricas que se deseen con un grado de exactitud, facilidad y rapidez que la experiencia acumulada no consigue nunca dar a la mano del obrero más hábil.
Pudiendo desde este momento extenderse libremente, la gran industria hace del carácter cooperativo del trabajo una necesidad técnica impuesta por la naturaleza misma de su medio; crea un organismo de producción que el obrero encuentra en el taller como condición material ya dispuesta de su trabajo. El capital se presenta ante él bajo una forma nueva y mucho más temible: la de un monstruo autómata, a cuyo lado la frágil fuerza del obrero individual es casi nula.

VALOR TRANSMITIDO POR LA MAQUINA AL PRODUCTO

Hemos visto que las fuerzas productivas que resultan de la cooperación y división del trabajo no cuestan nada al capital. Éstas son las fuerzas naturales del trabajo social. Tampoco cuestan nada las fuerzas físicas apropiadas para la producción como el agua, el vapor, etc.; pero para utilizarlas faltan ciertos aparatos preparados por el hombre; para explotar la fuerza motriz del agua se necesita una rueda hidráulica.      




   
      

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