lunes, 21 de mayo de 2012

Dcho Internacional Público - modulo 4



Unidad 10
Lectura 10


10. ARREGLO PACÍFICO DE CONTROVERSIAS INTERNACIONALES
10.1. Controversias internacionales. El Derecho Internacional contemporáneo se asienta sobre el principio de solución pacífica de las controversias entre los sujetos internacionales, con exclusión de cualquier método violento. Ello a su vez, es una consecuencia del principio complementario de prohibición del uso de la fuerza en las relaciones internacionales, que será analizado en detalle en la próxima unidad.
10.1.1. Concepto. Una controversia internacional puede ser definida como un “desacuerdo sobre un punto de derecho o de hecho, una oposición de tesis jurídicas o de intereses entre dos Estados.” (CPJI, Caso Mavrommatis, 1924). Esta definición es aceptable para las diferencias regidas por el Derecho Internacional, si tenemos en cuenta que: a) las personas a las que se refiere tienen que ser sujetos del ordenamiento internacional y preferentemente se dan entre Estados; las diferencias entre personas privadas o entre éstas y los Estados no son controversias internacionales b) las diferencias suponen una discrepancia entre las partes, no sólo en cuestiones jurídicas, sino también cuestiones de hecho como temas de límites, fronteras, etc.; c) para que exista una diferencia internacional hace falta que la misma haya sido fijada por las partes mediante conversaciones directas, actos unilaterales u otros medios capaces de delimitar su verdadero contenido y que objetivamente sea identificable. La definición de la CPJI es considerada demasiado amplia por la doctrina; de allí que, en sentido más estricto, Diez de Velasco (1997) señala que una controversia internacional surge cuando un sujeto internacional hace valer ante otro una declaración concreta basada en un incumplimiento de una obligación y la parte a la que va dirigida la rechaza. Barboza (1999) recoge la distinción que realiza la doctrina y la práctica internacional entre dos clases de controversias internacionales:  Controversias jurídicas: En ellas, las partes se encuentran en desacuerdo acerca de la interpretación o aplicación del derecho vigente.  Controversias políticas: En ellas, una de las partes busca la modificación del derecho existente. Difícilmente puedan solucionarse sino en el plano de los hechos. Salvo casos excepcionales, la inmensa mayoría de las diferencias entre los Estados tienen carácter mixto, predominando según los casos, el político o el jurídico.
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Desde otro punto de vista se ha distinguido también entre las diferencias jurisdiccionables y no jurisdiccionables, según exista o no acuerdo entre las partes para someter la diferencia a arreglo arbitral o judicial. Ello es así, porque como se verá más adelante, en el estado actual del Derecho Internacional ningún sujeto del mismo puede ser sometido a un procedimiento de arreglo arbitral o judicial sin su consentimiento.
10.1.2. Principios que rigen el arreglo de controversias internacionales. Tradicionalmente, se distinguía entre medios de solución de diferencias pacíficos y no pacíficos, en cuanto que el uso de la fuerza era considerado un medio lícito de arreglo de las controversias. En efecto, recién en el siglo XX, se configura la obligación de resolver las diferencias por medios pacíficos. Así, la Carta de Organización de Naciones Unidas consagra con carácter general la prohibición del uso de la fuerza en los siguientes términos: “Los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas.” (Art. 2.4). Si bien el principio de la prohibición de la amenaza o el uso de la fuerza será analizado en la Unidad siguiente, es importante adelantar que la importancia del mismo hace que se lo considere como una norma imperativa del Derecho Internacional o norma de ius cogens. De manera concomitante al desarrollo del principio de prohibición del uso de la fuerza, se fue estableciendo en el Derecho Internacional un principio que resulta su consecuencia lógica: el de la solución pacífica de las controversias. Los primeros intentos de codificación de los métodos para la solución de diferencias se dieron en el marco de las Conferencias de la Haya de 1899 y 1907. En la Carta de las Naciones Unidas se establece: “Las partes en una controversia cuya continuación sea susceptible de poner en peligro el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales tratarán de buscarle solución, ante todo, mediante la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación, el arbitraje, el arreglo judicial, el recurso a organismos o acuerdos regionales u otros medios pacíficos de su elección.” (Art 33.1) Con posterioridad, diversos tratados multilaterales incluirán tales procedimientos de solución pacífica, tales como la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (1969) que establece en su Art. 65(3) al tratar sobre la nulidad de los Tratados: Si por el contrario, cualquiera de las demás partes ha formulado una objeción, las partes deberán buscar una solución por los medios indicados en el articulo 33 de la Carta de las Naciones Unidas. Este principio de arreglo pacífico de las controversias presenta dos características:  Se trata de una obligación general impuesta por el Derecho Internacional por la cual los Estados deben arreglar sus controversias por medios pacíficos.
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 Los Estados conservan una amplia libertad en la elección de los medios para la solución de sus controversias. Al respecto existen distintas posturas:  Es una obligación de ius cogens. El fundamento de esta postura es el Art. 2.3 de la Carta: “los miembros arreglarán sus controversias internacionales por medios pacíficos de tal manera que no se pongan en peligro ni la paz ni la seguridad internacional ni la justicia”.  Es una obligación de comportamiento, no de resultado. El fundamento de esta postura es el lenguaje utilizado por el artículo 33 de la Carta antes transcripto (“tratarán de buscarle solución”) y otros documentos internacionales como la Resolución 2625 que utilizan términos similares, sumado al principio de libertad de elección de los medios. Por ello, su incumplimiento es difícil de probar y resulta de problemática sanción.  Es una obligación Sui Generis, cuyo cumplimiento se basa en la buena fe de las partes. Esta es la postura de Barboza (1999), quien sostiene que el contenido de la obligación consiste en sentarse a la mesa de negociaciones para emprenderlas de buena fe, aunque no sea obligatorio llegar a un acuerdo, ya que de ser así, la obligación de cada. uno dependería de la actitud de otro. El fundamento de esta postura son las sentencias de la CPJI (Tráfico Ferroviario entre Lituania y Polonia) y la CIJ (Asunto relativo a la Plataforma Continental del Mar del Norte) en las que dichos tribunales internacionales afirman que las partes están obligadas a entablar negociaciones con miras de lograr un acuerdo, lo que no se condice con una negociación meramente formal o en la que las partes mantienen posiciones intransigentes. No parece pues existir una obligación de ius cogens que obligue a las partes a arribar a un acuerdo; lo que sí resulta una obligación imperativa para todo Estado, es la de no resolver la controversia por la fuerza. Respeto a la segunda característica de este principio, esto es, a la libre elección de los medios, ésta tiene su fundamento en el fallo de la CIJ en el caso del Estatuto de Carelia oriental, en el cual el tribunal declara que “ningún estado puede ser obligado a someter sus controversias con otros Estados a la mediación, arbitraje o cualquier otro medio sin su consentimiento.” Ello significa que las partes en una controversia no pueden ser obligadas a seguir un procedimiento en particular, aunque sí están obligadas a tratar de resolverla por algún medio.
El principio de solución pacífica de controversias: ¿es una obligación de ius cogens?
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10.2. Procedimientos diplomáticos. Los procedimientos diplomáticos son aquellos en los que intervienen los órganos normales de las relaciones internacionales, como los agentes diplomáticos, ministros de relaciones exteriores, etc. Dentro de ellos cabe mencionar la negociación directa, los buenos oficios, la mediación, la investigación y la conciliación. La característica principal de estos procedimientos no es la de resolver directamente la diferencia, sino que su función es facilitar la solución por medio del acuerdo entre los Estados interesados; es decir, preparan el camino del entendimiento entre los Estados que se articula generalmente en un acuerdo (Diez de Velasco, 1997).
10.2.1. Negociación. Es el método más utilizado. Consiste en el contacto directo entre las partes en la controversia. Normalmente, las negociaciones se realizan a través de agentes diplomáticos, o bien en el seno de una Conferencia Internacional convocada al efecto, y pueden tener lugar mediante conversaciones o intercambio de notas y propuestas. Terminan, generalmente, en declaraciones o comunicados que dan cuenta de lo ocurrido, y en caso de éxito, en acuerdos entre las partes. Con frecuencia las negociaciones directas están previstas en los Tratados, como medio previo a la arbitral o judicial; cumplen así la misión de definir el objeto de la controversia y los términos generales de la misma. Barboza (1999) señala como ventajas derivadas del uso de este procedimiento: la relación directa y exclusiva entre las partes y falta de formalismo. Sin embargo, presenta los inconvenientes derivados de la asimetría política y económica entre los Estados que posibilita la imposición del más fuerte.
10.2.2. Buenos oficios y mediación. En estos procedimientos ya interviene un tercero, sea un Estado o una personalidad internacional, o un representante de un organismo internacional que busca facilitar la solución. Tanto en los buenos oficios come en la mediación, la intervención del tercero puede ser solicitada por las partes u ofrecida por éste. Buenos oficios Los buenos oficios no tienen otro alcance que poner en contacto a las partes distanciadas, facilitar su acercamiento, para hacer posible las negociaciones directas. En suma, la función del tercero se limita a ser un simple intermediario, sin posibilidad de proponer soluciones. Se trata de una acción amistosa de un tercer Estado, personalidad internacional relevante u Organización Internacional. Mediación Este método se caracteriza por la intervención de un tercer sujeto internacional, pero se diferencia de los buenos oficios en que el mediador
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interviene no sólo intentando poner de acuerdo a las partes, sino también proponiéndoles una solución. La propuesta no es vinculante para las partes, y en caso de no aceptación, el mediador puede presentar nuevas propuestas.
10.2.3. Investigación o encuesta y conciliación. Investigación La investigación internacional es un método creado por las Convenciones de La Haya de 1899 y de 1907 sobre solución pacífica de los conflictos internacionales. También fue objeto de los tratados Bryan que impusieron comisiones investigadoras en controversias entre EEUU y otros países. El Protocolo I de 1977 de las Convenciones de Ginebra sobre derecho humanitario prevé una comisión permanente de investigación. Consiste en encargar, mediante acuerdo de las partes, a una comisión especial (llamada Comisión Internacional de Investigación), el esclarecimiento de una controversia proveniente de una cuestión de hecho, a fin de que dicha comisión, una vez realizado un estudio imparcial, expida un informe que contenga un análisis objetivo y claro del hecho acaecido. Este informe no tiene el carácter de un fallo, pero sus conclusiones habilitan a las partes a llegar a un entendimiento. Las Convenciones de La Haya no imponen dichas comisiones, sino que, por el contrario, su constitución es voluntaria. Conciliación La conciliación puede definirse como la intervención en el arreglo de una controversia internacional, de un órgano sin autoridad política propia que, gozando de la confianza de la partes en litigio, encargado de examinar todos los aspectos del mismo y de proponer una solución que no es obligatoria para las partes. Las funciones de las Comisiones de Conciliación son triples: a) determinación de los puntos del hecho; b) fijación de los puntos de derecho; c) informe con una propuesta de solución. De esta manera, se advierte la diferencia con las Comisiones de Investigación, pues estas últimas no formulan propuestas de arreglo y se limitan a la fijación de los hechos. La conciliación internacional esta reglamentada en numerosos tratados bilaterales y multilaterales de codificación, estableciéndose en algunos casos su obligatoriedad.
10.3. Procedimientos Jurisdiccionales.
Los medios jurídicos son aquellos que suponen un sometimiento voluntario de las partes a un órgano judicial -creado ad hoc en el caso del arbitraje o a un órgano preexistente en el arreglo judicial-, que solucione las diferencias en base al Derecho Internacional, salvo las decisiones ex aequo et bono, conteniéndose dicha solución en una sentencia arbitral o judicial vinculante para las partes.
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Barboza (1999) señala como semejanzas entre ambos procedimientos las siguientes:
 La aceptación de la jurisdicción en ambos casos es voluntaria.
 Tanto el laudo como la sentencia son de cumplimiento obligatorio para las partes.
 El fundamento de esta obligación es el tratado o compromiso previo en que las partes fijan la competencia del árbitro (arbitraje) o someten el caso al tribunal que se trate (arreglo judicial).
 Si las partes no cumplen el laudo o sentencia, la consecuencia es la responsabilidad internacional de las mismas.
Se señalan a su vez como diferencias:
 El arbitraje, por ser ad hoc, requiere el establecimiento de un tribunal con competencia determinada y de un procedimiento.
 El arreglo judicial utiliza un tribunal permanente con jueces ya designados, procedimiento preestablecido y competencia general dentro de la que debe caer el caso en cuestión. Ejemplos de tribunales permanentes son la CIJ y el Tribunal del Derecho del Mar.
10.3.1. Arbitraje. Se trata de una institución de larga historia en el Derecho Internacional. Utilizada desde la Edad Media, decaerá con el surgimiento de los Estados nacionales, resurgiendo recién en el siglo XX. Los Convenios de la Haya de 1899 y 1907 establecen que el arbitraje internacional “tiene por objeto la resolución de controversias entre Estados por jueces de su propia elección y sobre la base del respeto a la ley. El recurso al arbitraje implica el compromiso de someterse al laudo de buena fe.” Los Convenios mencionados crean la Corte Permanente de Arbitraje (CPA), que en realidad consiste en una lista de juristas formada a razón de cuatro por Estado. Los litigantes eligen los que formarán el tribunal. Si bien ha funcionado poco en la práctica, ha sido un importante antecedente de este procedimiento en el plano internacional. El arbitraje consiste en someter una divergencia internacional, mediante acuerdo formal entre las partes, a la decisión de un tercero (que puede ser una persona o varias) a fin de que, previo un procedimiento contencioso ante ese tribunal, dicte un fallo definitivo (laudo arbitral). La designación de los árbitros es una facultad de las partes, excepto que estas mismas hayan estipulado otra cosa. Lo normal es que cada parte nombre uno o dos árbitros, según que el tribunal se componga de tres o cinco miembros, y que al presidente lo designe un tercer Estado o bien las partes de común acuerdo. Como ya se señaló, el órgano arbitral, es por regla un órgano ad hoc y temporal, esto es creado para resolver un litigio determinado y llamado a desaparecer una vez dictada la sentencia. En cuanto a las clases de arbitraje, Diez de Velasco distingue entre el arbitraje ocasional, cuando determinada divergencia existente es sometida por las partes a ese procedimiento, celebrando para ello un acuerdo especial; y tiene carácter institucional cuando dos o más Estados se obligan
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a dar solución, por medio del arbitraje, a las divergencias que, eventualmente, se produzcan en el futuro y no logren resolver por vía diplomática. El arbitraje institucional por su parte es limitado, cuando se excluyen las divergencias de cierta naturaleza; y es ilimitado, si no se formula ninguna exclusión. Esta clasificación se relaciona estrechamente con la que propone Barboza (1999) quien, sobre la base del momento en el que se presta el consentimiento, distingue entre:  Arbitraje facultativo: Es aquel en el que las partes pactan el arbitraje después de nacida la controversia mediante un tratado en el que eligen los árbitros, modalidades de funcionamiento, objeto del litigio, derecho aplicable, procedimiento, etc.  Arbitraje obligatorio: En él, las partes acuerdan antes de la controversia, someter todas o algunas futuras disputas ante un órgano arbitral (tratados generales de arbitraje) o bien incluyen en un tratado sobre otra materia una cláusula compromisoria para ir a arbitraje en caso de discrepancias sobre la interpretación o aplicación de ese tratado. Para instrumentar el arbitraje, en todos los casos, se firma entre las partes un compromiso arbitral, en el que se individualiza la cuestión y delinea la competencia del árbitro al fijar los términos de la diferencia. Éste debe contener ciertas cláusulas fundamentales, tales como las concernientes a la forma y el plazo para la designación del tribunal y para constituirlo; la definición clara y precisa de la cuestión o cuestiones cuya decisión se le encomienda; las normas de fondo que debe aplicar, es decir, si han de ser las del Derecho Internacional o las de la equidad, o ambas a la vez; las normas del procedimiento que han de observarse en el juicio, o bien la autorización expresa al tribunal para fijarlas por sí mismo; el término dentro del cual deberá dictar sentencia y el modo de cubrir las costas y demás erogaciones. Otras cláusulas que, de menor importancia, son útiles, pueden ser: las referentes a la sede del tribunal, la autorización a las partes para hacerse representar por agentes y defender por abogados, entre otras. En cuanto al procedimiento, ya se expresó que sus reglas son establecidas por las partes en el compromiso arbitral. Puesto que el juicio arbitral es contencioso, tales reglas se inspiran siempre en el doble propósito de asegurar que ambas partes sean debidamente oídas y de que el tribunal dispondrá de libertad para la apreciación de las pruebas. Normalmente, el procedimiento es flexible y poco formal, comprendiendo dos fases:  Instrucción escrita: implica la presentación de memorias y contra memorias, réplicas y dúplicas.  Audiencias orales: los abogados y agentes de las partes discuten la cuestión planteada y examinan la prueba. Concluido el procedimiento, el tribunal se retira a deliberar y dicta el laudo arbitral. El laudo arbitral se redacta por escrito y contiene generalmente una exposición de motivos de hecho y de derecho y una parte dispositiva o fallo propiamente dicho. Es obligatorio para las partes, y es válido sin necesidad de aceptación o ratificación por las partes, y produce entre éstas el efecto de cosa juzgada. Contra la sentencia no cabe recurso de apelación o casación, pues no hay un tribunal u órgano superior, salvo que así se acuerde entre las partes. No obstante, se admiten tres tipos de recursos:
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 Interpretación: cuando surjan controversias respecto a la interpretación o alcance del laudo.  Revisión: Cuando una parte alega un hecho nuevo con posterioridad al cierre del procedimiento. Este hecho debió ser desconocido por la parte que lo alega y el Tribunal, y su naturaleza tal que ejerza una influencia decisiva sobre la sentencia.  Nulidad: Se trata de un recurso excepcional, en caso de vicios importantes. En cuanto a las causales admitidas, el Modelo de Reglas sobre procedimiento arbitral de la CDI prevé las siguientes: exceso de poder del tribunal, corrupción de un miembro, falta de motivación de la sentencia o infracción grave al procedimiento y nulidad del convenio en que figura la estipulación o compromiso arbitral
10.3.2. Arreglo judicial. Es un procedimiento por el que las partes someten la solución del litigio a un órgano judicial permanente integrado por jueces independientes constituido de forma institucionalizada, que emite una sentencia obligatoria sobre la base del Derecho Internacional (o excepcionalmente ex aequo ex bono a pedido de las partes) y a través de un procedimiento preestablecido. Si bien tienen similitudes con los tribunales nacionales, se diferencian de éstos en cuanto que la jurisdicción internacional es siempre voluntaria y no se disponen de órganos ejecutivos para asegurar el cumplimiento de la sentencia. Se señalan como antecedentes de tribunales internacionales permanentes el Tribunal de Presas; el Tribunal Centroamericano de Justicia (que actuó entre 1908 y 1918); y el Tribunal Permanente de Justicia Internacional, creado por el Pacto de la Sociedad de las Naciones (que funcionó entre 1922 y 1939), antecedente fundamental de la actual Corte Internacional de Justicia. Existen además cortes regionales, como la de las Comunidades Europeas en Luxemburgo, o la de los Países del Pacto Andino (Acuerdo de Cartagena de 1969). En materia de derechos humanos, destacan por su parte la Corte Interamericana de DDHH (Pacto de San José de 1969) y la Corte Europea (1950). También existen tribunales con competencias específicas creados por convenciones multilaterales, como el Tribunal del Derecho del Mar (CONVEMAR, 1982); y tribunales creados por el Consejo de Seguridad con competencias para juzgar a los criminales internacionales como los de Ruanda y la Ex Yugoeslavia. Finalmente, pero no menos importante, existe una Corte Penal Internacional con competencia para juzgar crímenes internacionales, creada por el Tratado de Roma de 1998 y en funcionamiento desde el año 2002.
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10.4. Tribunal Internacional de Justicia. El nacimiento del Tribunal Internacional de Justicia (TIJ o CIJ) está ligado a la Organización de Naciones Unidas, de la cual es el órgano judicial principal. Su Estatuto es parte de la Carta de dicha Organización y está basado en el de la CPJI (Art. 92). De acuerdo con el Art. 93 de la Carta, todo miembro de la ONU es ipso facto parte del Estatuto, y aún los no miembros pueden serlo, de acuerdo con las condiciones fijadas por la A.G. a recomendación del C.S.
10.4.1. Organización. El TIJ no sólo es un órgano principal de las NU sino que tiene las funciones de un órgano colectivo de carácter judicial, compuesto por un cuerpo de magistrados o jueces (que forman un cuerpo de magistrados independientes) y de un Secretario. Está organizado de forma que pueda funcionar de una manera permanente y tiene su sede en La Haya. De acuerdo con el Estatuto, el Tribunal está integrado por quince jueces (Art. 3) elegidos a partir de una nómina de candidatos propuestos por los grupos nacionales de la CPA (Art. 4), procurando que estén representados las grandes civilizaciones y los principales sistemas jurídicos del mundo (Art. 9). Con las personas designadas por los distintos grupos nacionales, el Secretario General de las NU elabora una lista por orden alfabético que presentará ante la Asamblea General y el Consejo de Seguridad (Art. 7), quienes votarán independientemente (Art. 8), debiendo obtener la misma persona o candidato la mayoría absoluta de votos en los dos órganos (Art. 10). La duración del mandato de los jueces es de 9 años y son reelegibles, pudiendo renunciar y ser separados de sus cargos (Art. 13). Existe en el TIJ la figura del juez ad hoc, que está prevista para las causas en las que no haya ningún juez en el Tribunal que tenga la nacionalidad de los Estados litigantes, caso en el cual cada parte podrá designar uno (Art. 31.3). De igual manera, si la Corte incluyere entre los magistrados de conocimiento uno de la nacionalidad de una de las partes, la otra podrá designar un juez de su elección (Art. 31.2). En consecuencia, los magistrados de la misma nacionalidad de cada una de las partes conservan su derecho a permanecer en la vista de la causa, no pudiendo ser recusado (Art. 31.1). El Tribunal se reúne y funciona en pleno, en salas especiales o en salas de procedimiento sumario. Lo normal es que ejerza sus funciones en sesión plenaria, con asistencia de todos los magistrados o al menos con un quórum de nueve, ya que con menor número no podrá funcionar (Art. 25). Podrán constituirse salas especiales de tres o más magistrados para determinados asuntos como los relativos al trabajo, transito y comunicaciones (Art. 26). La sala de procedimientos sumarios se constituirá anualmente por 5 magistrados y puede, a petición de partes, oír y fallar los asuntos sumariamente (Art. 29).
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10.4.2. Competencia. Es necesario distinguir dos tipos de competencia: la contenciosa y la consultiva. Competencia contenciosa del Tribunal Dentro de ella, distinguiremos la competencia que le corresponde a la Corte por razón de las personas, y por razón de la materia:  Por razón de las personas, sólo los Estados podrán ser partes en casos ante la Corte (Art. 34); los particulares (sean personas físicas o jurídicas) no tienen acceso. Las Organizaciones Internacionales, pese a ser sujetos del Derecho Internacional, tampoco tienen acceso en vía contenciosa al Tribunal. Son dos los grupos de Estados que pueden llevar sus diferencias ante el Tribunal: a) los Estados que sean parte en el Estatuto del Tribunal, dentro de los que se pueden distinguir los que sean miembro de las NU y los que han llegado a ser partes en el Estatuto por cumplir las condiciones exigidas por la A.G.; b) los Estados que no sean parte en el Estatuto, en las condiciones fijadas por el Consejo de Seguridad (Art. 35).  Por razón de la materia, el Tribunal es competente para entender en todas las diferencias de orden jurídico que le sean sometidas por los Estados, y en todos los asuntos especialmente previstos en la Carta o tratados y convenciones vigentes (Art. 36.1). Para ello, es necesario que las partes en la diferencia hayan manifestado su voluntad de someter el asunto al Tribunal. Las formas de aceptación de la competencia contenciosa de la Corte son las siguientes:  Por medio de acuerdos especiales, llamados compromisos, con las mismas características señaladas que en el caso del arbitraje.  Por medio de tratados o convenciones vigentes en los que se prevé la competencia del Tribunal para todos los casos que se presenten en el futuro (llamadas cláusulas compromisorias).  Aceptación del mecanismo de la jurisdicción obligatoria del TIJ mediante la aceptación de la cláusula facultativa, prevista en el Art. 36.2 del Estatuto, que estipula: “Los Estados partes en el presente Estatuto podrán declarar en cualquier momento que reconocen como obligatoria ipso facto y sin convenio especial, respecto a cualquier otro Estado que acepte la misma obligación, la jurisdicción de la Corte en todas las controversias de orden jurídico que versen sobre: a) la interpretación de un tratado; b) cualquier cuestión de derecho internacional; c) la existencia de todo hecho que, si fuere establecido, constituiría violación de una obligación internacional; d) la naturaleza o extensión de la reparación que ha de hacerse por el quebrantamiento de una obligación internacional.”  Por aplicación del principio del forum prorrogatum, fundado en el consentimiento de las partes. Se trata de la aceptación tácita o indirecta de la competencia de la Corte, deducida de comportamientos tales como contestar a una demanda unilateral de otro Estado o realizar otros actos de procedimiento, la aceptación mediante una carta, etc. que sirven de base al tribunal para declarar su propia competencia.
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Competencia consultiva del Tribunal Al igual que respecto a la competencia contenciosa, distinguiremos:  Desde el punto de vista de la competencia en razón de las personas, las organizaciones internacionales pueden pedir dictámenes, no así los Estados (aunque sí pueden intervenir ante el Tribunal mediante exposiciones; Art. 66). La A.G. y el C.S. (así como también otros órganos de la ONU y sus organismos especializados que sean autorizados por la A.G.) tienen derecho a pedir dictámenes a la Corte (Art. 96 de la Carta).  En cuanto a la competencia en razón de la materia, la Corte es competente en vía consultiva para pronunciarse sobre cualquier cuestión jurídica, según el Art. 65 del Estatuto y 96 de la Carta. Quedan por ello fuera las cuestiones políticas de hecho. Puede tratarse de una cuestión abstracta o concreta. Las opiniones consultivas carecen de obligatoriedad pero en ciertos casos son vinculantes; por ejemplo, para las cuestiones entre organizaciones internacionales o entre éstas y Estados, en la interpretación o aplicación del Convenio de Viena sobre derecho de los tratados entre Estados de 1986.
10.4.3. Procedimientos. Procedimiento contencioso La iniciación del procedimiento puede producirse por dos vías:  El asunto se lleva por las partes mediante notificación del compromiso, que es un acuerdo previo y formal entre Estados para someter una cuestión concreta al TIJ.  El asunto se lleva por alguna de las partes mediante solicitud escrita (demanda) dirigida al Secretario, lo que implica que las partes han aceptado previamente y de modo general la competencia del TIJ al haber aceptado en tiempo y forma la llamada cláusula facultativa prevista en el Art. 36 del Estatuto. En ambos casos se indica el objeto de controversia y las partes (Art. 40.1). Una vez incoado, el procedimiento comprende dos fases diferenciadas, una escrita y otra oral:  Fase escrita: basada en el principio de contradicción, se inicia con la presentación de una memoria y su contestación; eventualmente réplicas y dúplicas. Las partes invocan todos los elementos de hecho y derecho de los que pretendan valerse, y se presenta la prueba documental. Mediante providencias, el TIJ especifica el número de escritos, orden de presentación y plazos, que son prorrogables mediante petición de parte interesada. Todos los escritos deben ir acompañados de las correspondientes conclusiones (enunciado preciso y directo de una petición) y de los documentos anexos en que se basen las argumentaciones contenidas en los escritos.  Fase oral: consistirá en la audiencia que el TIJ otorgue a los testigos, peritos, agentes, consejeros y abogados (Art. 43.5). En esta etapa, las partes examinan sus argumentos y pruebas, y el Tribunal puede hacer preguntas o pedir precisiones. Se presenta la prueba testimonial y pericial; los debates son públicos.
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Finalizado el procedimiento oral y la presentación de su caso por las partes, el Presidente declarará terminada la vista y el TIJ se retirará a deliberar en privado y en secreto (Art. 54). La decisión se toma por mayoría de votos de los jueces presentes y en caso de empate decidirá el voto del Presidente o del Magistrado que lo reemplace. El procedimiento en vía contenciosa culmina con la sentencia, en la que el TIJ emite su fallo sobre el asunto, el cual debe ser motivado (Art. 56). El Reglamento del a Corte precisa que la misma debe contener la fecha de lectura, los nombres de los jueces, de las partes, agentes, consejeros y abogados, la exposición sumaria del procedimiento, las conclusiones de las partes, las circunstancias de hecho, los fundamentos de derecho, el fallo, las decisiones relativas a las costas si las hubiere, el nombre de los jueces que constituyeron la mayoría y la indicación del texto que hace fe, en el caso de estar redactado en dos lenguas. Este cuerpo se completa con los votos particulares de los jueces y las declaraciones de éstos. El Estatuto prevé que la sentencia tiene fuerza obligatoria sólo para las partes en litigio y respecto del caso decidido (Art. 59). Las decisiones son definitivas e inapelables (Art. 60) por no existir un tribunal superior, pero la sentencia puede ser objeto de peticiones de interpretación (Art. 60) y revisión (Art. 61). En este último caso, el Estatuto establece que para que el recurso sea otorgado, debe fundarse en el descubrimiento de un hecho de tal naturaleza que pueda ser factor decisivo y que, al pronunciarse el fallo, fuera desconocido de la Corte y de la parte que pida la revisión, siempre que su desconocimiento no se deba a negligencia. Finalmente, en cuanto a la ejecución de la sentencia, corresponde a las partes cumplirlas (Art. 94.1 de la Carta). El Art 94.2 de la Carta establece que “si una de las partes en un litigio dejare de cumplir las obligaciones que le imponga un fallo de la Corte, la otra parte podrá recurrir al Consejo de Seguridad, el cual podrá, si lo cree necesario, hacer recomendaciones o dictar medidas con el objeto de que se lleve a efecto la ejecución del fallo.” Es importante señalar que, como destaca Barboza, en la práctica internacional sólo Irán (Asunto del personal diplomático y consular de los EEUU en Teherán, 1980) y Estados Unidos (Asunto de las actividades militares en y contra Nicaragua, 1986) han desconocido fallos de la Corte. Procedimiento consultivo Es bastante formal y parecido al procedimiento contencioso descripto. Se escucha a los Estados y organizaciones interesadas. Comienza con la petición del dictamen mediante una solicitud que debe ser escrita, en la que se formula en términos precisos la cuestión respecto de la cual se hace la consulta. Con la solicitud se acompañan todos los documentos que puedan arrojar luz sobre la cuestión (Art. 65.2). Recibida la solicitud, el secretario del Tribunal procede a notificarla a todos los Estados que tengan derecho a comparecer ante la Corte (Art. 66.1), a los que se les notificará además que la misma se encuentra lista para recibir exposiciones escritas u orales relativas a la cuestión a decidir (Art. 66.2). Esta última notificación procede respecto a los Estados y todas las organizaciones que a juicio de la Corte, puedan suministrar alguna información relevante. Luego de la fase escrita y oral, el procedimiento culmina con la emisión del dictamen. Como se señaló supra, las opiniones consultivas de la Corte carecen de obligatoriedad y no produce efectos de cosa juzgada.


Módulo 4

Unidad 11
Lectura 11


11. CONTROL DEL USO DE LA FUERZA
11.1. Prohibición del recurso a la fuerza.
La prohibición del uso de la fuerza constituye uno de los grandes principios consagrados en la Resolución 2625 (XXV) de 1970, denominada Declaración relativa a los Principios de Derecho Internacional referentes a las Relaciones de Amistad y a la Cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas.
Se trata de un tema fundamental para el Derecho Internacional, en cuanto que implica distinguir cuándo el uso de la fuerza es considerado legal e ilegal en el marco de este ordenamiento jurídico.
Es importante aclarar que la expresión fuerza se refiere exclusivamente a la fuerza armada que utiliza un Estado contra otro Estado, excluyendo por lo tanto la agresión o presión económica o política. Tampoco comprende las acciones decididas por el Consejo de Seguridad en virtud del Capítulo VII de la Carta (Barboza, 1999).
11.1.1. Origen.
Durante siglos, el Derecho Internacional admitió a la guerra como medio de solución de conflictos, desarrollando en consecuencia un conjunto de normas para su regulación, que recibían el nombre de Derecho de guerra, por oposición al Derecho en tiempos de paz, o Derecho de la paz.
Los autores del siglo XVI al XVIII, y en especial los teólogos juristas Francisco de Vitoria y Francisco Suárez se ocuparon de las condiciones que debían cumplirse para el inicio legítimo de una guerra, que para ser justa, debía reunir tres condiciones: que haya sido decidida por una autoridad soberana; que exista una justa causa, es decir, debe ser motivada por una violación del Derecho; y que exista una recta intención de los beligerantes, es decir, que no debe ser iniciada por odio, venganza o codicia (Diez de Velasco, 1997).
En el siglo XIX se abandonan estas consideraciones ético-jurídicas y la guerra pasa a concebirse como un atributo del Estado (jus ad bellum) al que puede recurrirse ante la ausencia de mecanismos centralizados, como medio de autotutela o para asegurar su preservación.
Es importante señalar que la guerra, sin embargo, se concibe como una relación entre naciones civilizadas, lo que hace que entre los beligerantes se apliquen reglas para evitar daños innecesarios (limitaciones que se conocen con el nombre de jus in bello), que no se aplican a otros conflictos como los internos o los originados por la expansión colonial.
Durante el siglo XX se ha producido una evolución en la comunidad internacional a partir de la cual se ha logado una progresiva limitación de las posibilidades que tienen los Estados para recurrir al uso de la fuerza. Con ello, se ha abolido la posibilidad de recurrir a la guerra como medio de política exterior, como se verá a continuación.
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11.1.2. Evolución de la prohibición.
La Convención Drago-Porter, relativa a la prohibición del uso de la fuerza para el cobro de deudas contractuales -adoptada por la Conferencia de la Paz celebrada en la Haya en 1907-, constituye el primer hito de relevancia para el establecimiento de la prohibición. La misma, que establece el compromiso de no recurrir a la fuerza contra un país deudor (salvo que éste no acepte la solución del conflicto mediante arbitraje) fue consecuencia de las represalias ejercidas en 1902 por varios países europeos contra Venezuela por su demora en el pago de deudas.
El Pacto de la Sociedad de las Naciones no prohíbe la guerra, sino que pretende impedir que se produzca, o al menos que se retrase lo máximo posible. De acuerdo con su art. 12, todos los miembros de la sociedad convienen en que, si surgiera entre ellos una divergencia susceptible de provocar una ruptura, la someterán al procedimiento del arbitraje o a un arreglo judicial, o al examen del consejo. Convienen además que, en caso alguno, deben recurrir a la guerra “antes de la expiración de un plazo de 3 meses desde el fallo arbitral o judicial, o el informe del consejo.” De allí que se diga que más que una prohibición, se trata de una moratoria de guerra, que habilitaba numerosas situaciones en las que los miembros podían legalmente recurrir a ella, como cuando el Consejo no lograba adoptar su informe por unanimidad o se inhibía por considerar que el asunto era de competencia interna (Art. 15.7 y 8).
Para evitar estas situaciones, se aprobó el Protocolo de Ginebra de 1924, con disposiciones detalladas sobre el arreglo pacífico de las controversias internacionales, que califica a la guerra como “un crimen internacional”. Su art. 2 condena el recurso de la guerra y establece que los Estados signatarios se obligan a no recurrir a la guerra entre sí, ni contra cualquier otro Estado que, llegado el caso, acepte las obligaciones de arreglo pacífico contenidas en el tratado, excepto en los casos de resistencia a actos de agresión o cuando actúen de acuerdo con el Consejo o la Asamblea. Es decir, los únicos casos de excepción a la prohibición eran los de legítima defensa y las acciones en el marco de la seguridad colectiva. Se aclara que este Protocolo nunca entró en vigor, lo que no resta su importancia en la evolución de las normas relativas al uso de la fuerza.
Otro paso decisivo en el establecimiento del principio será el Pacto General de renuncia a la guerra de 1928, o Pacto Briand-Kellogg, en el que las partes declaran solemnemente en nombre de sus naciones, que “condenan la guerra como medio de solución de controversias internacionales y que desisten de su uso como herramienta de la política nacional en sus relaciones mutuas” (Art. 1). Este Pacto, que debe entenderse como una condena de la guerra y de aquellas posturas que consideraban a la misma como una continuación de la política por otros medios, fue ratificado por casi todos los Estados que constituían la comunidad internacional por ese entonces. Fue además el fundamento de la doctrina Stimson, de no reconocimiento de situaciones originadas en la fuerza y confirmado en varios otros instrumentos internacionales como el Pacto Saavedra Lamas, suscripto por Argentina, Brasil, Chile, México, Paraguay y Uruguay al que luego adhirieron numerosos Estados continentales e inclusive extra-continentales.
Sin embargo, como el Pacto carecía de mecanismos institucionales que garanticen el cumplimiento de la obligación de renuncia a la guerra, fue inoperante para evitar las crisis internacionales que devinieron en la Segunda Guerra Mundial.
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La prohibición en la Carta de las Naciones Unidas
Con la creación de las Naciones Unidas, se consagra con carácter general el principio de la prohibición del uso de la fuerza. De este modo, el Art. 2.4 de la Carta declara que “los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas.”
Se trata de una prohibición más completa que la contenida en el Pacto Briand-Kellogg en cuanto que no se refiere exclusivamente a la guerra, sino al uso de la fuerza, comprendiendo además la amenaza de su uso.
El principio se enmarca en otros principios también consagrados en el mismo artículo, como el del arreglo pacífico de las controversias y el de la seguridad colectiva, siendo el Consejo de Seguridad el órgano investido con los poderes necesarios para velar por su cumplimiento, pudiendo aplicar medidas coercitivas para los Estados que lo violen. Sin embargo, como destaca Diez, se trata de una norma independiente, en cuanto que la prohibición subsiste aún cuando los Estados no hayan logrado solucionar sus controversias pacíficamente, o las disposiciones del capítulo VII no sean aplicadas por el Consejo en la forma prevista (Diez de Velasco, 1997).
La generalidad de la formulación del principio, al no identificar las modalidades de la fuerza que estarían prohibidas, ha generado discusiones relativas a si cualquier uso de la fuerza está prohibido, o sólo la fuerza armada. Como ya se mencionó, la opinión más aceptada hoy en día, que es también la que comparte Barboza (1999) sostiene que el término fuerza debe entenderse con la significación de fuerza armada, porque ello se deduce del contexto de la Carta, como así también de los trabajos preparatorios. Quedan por lo tanto excluidas de la prohibición las medidas de coerción de carácter económico, la interrupción de las comunicaciones y las de carácter político, como la ruptura de las relaciones diplomáticas, lo que no significa que las mismas no puedan encuadrar en una violación al principio de no intervención.
La Declaración relativa a los Principios de Derecho Internacional o Resolución 2625 ya mencionada, considera expresamente modalidades del uso de la fuerza utilizadas en las últimas décadas, tales como la organización de fuerzas irregulares o bandas armadas para hacer incursiones en el territorio de otro Estado, o el apoyo a la guerra civil o el terrorismo en otro Estado, o el consentir actividades organizadas dentro del territorio de un Estado encaminadas a la comisión de dichos actos en otro.
En la actualidad, el principio de la prohibición del uso de la fuerza constituye un principio de derecho internacional consuetudinario, y así lo ha reconocido la CIJ en el Asunto de Nicaragua vs. Estados Unidos (1986), fundándose en su consagración por el artículo 2.4. de la Carta y la opinio iuris expresada en la aprobación de la Declaración.
Aún más, la importancia de este principio en el Derecho Internacional contemporáneo hace que sea considerado una norma de ius cogens, es decir, una norma imperativa del de este derecho, lo que no excluye el debate sobre el alcance exacto de la regla y las excepciones que prevé la misma Carta, como se verá a continuación (Barboza, 1999).
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Aquí debemos distinguir dos posturas doctrinarias:
La primera corriente, que podríamos denominar restrictiva, sostiene que todo el derecho sobre el uso de la fuerza está contenido en la Carta (art. 2.4) con la excepción de la legítima defensa, y que el derecho consuetudinario previo a la Carta fue derogado por ésta. Desde esta postura, Brownlie sostiene que las expresiones integridad territorial e independencia política utilizadas por el Art. 2.4 de la Carta se refieren a la totalidad de los derechos de un Estado en el Derecho Internacional, y que son comprensivas de todo los que el Estado es (citado por Barboza, 1999, p. 243). La frase final del mismo artículo, relativa a los propósitos de Naciones Unidas habría sido incluida para asegurar que la fuerza no pueda ser empleada contra entidades no estatales, como las colonias y protectorados.
La corriente opuesta, denominada permisiva, sostiene que la Carta no sustituyó enteramente a la costumbre, y que el uso legítimo de la fuerza tiene un alcance considerablemente mayor que el que asigna la otra corriente. Se fundan en la fórmula ambigua del texto, que señala que no es lícito usar la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, lo que implicaría que puede utilizarse si no va dirigida contra estos dos bienes jurídicamente protegidos. En cuanto a la otra frase del mismo artículo (o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas), tampoco sería obstáculo para esta interpretación, en cuanto que habría usos de la fuerza que serían compatibles con tales propósitos, tales como la protección de la vida y bienes de los nacionales en peligro en el extranjero, o la intervención humanitaria. Como sostiene Bowett, a tenor de la literalidad del texto, los usos limitados de la fuerza con ciertos propósitos (que formaban parte del derecho consuetudinario previo) deben ser permitidos (citado por Barboza, 1999, p. 243).
Independientemente de esta discusión, lo cierto es que durante las últimas décadas, en los casos en los que los Estados hicieron uso de la fuerza, siempre alegaron que lo hacían en legítima defensa, amparándose así en la excepción y sin poner en tela de juicio el alcance universal del principio.
11.1.3. Excepciones. Pese al principio consagrado ya comentado, la propia Carta, en otras disposiciones, admite que se recurra a la fuerza armada. Dichos casos son: a) uso de la fuerza en legítima defensa (Art. 51); d) acción mediante fuerzas armadas necesarias para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacional, decidida por el Consejo de Seguridad (Art. 41); c) acción contra Estados enemigos para reprimir el rebrote de hostilidades al fin de la Segunda Guerra Mundial (Art. 53). A estos supuestos, en virtud de la práctica internacional, habría que añadir los casos de autorización del uso de la fuerza por Naciones Unidas (Diez de Velasco, 1997).
La legítima defensa
En Derecho Internacional, la legítima defensa no se encontraba claramente definida como una noción distinta del derecho de conservación, el estado de
¿Cuál es el alcance de la regla general del Artículo 2.4?
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necesidad, el derecho de intervención u otras justificaciones alegadas por los Estados durante el siglo XIX para hacer uso de la fuerza.
Aunque la legítima defensa sólo tiene sentido en la medida en que existe una prohibición del uso de la fuerza, los Estados la han alegado aún antes de la existencia de tal prohibición, para justificar ciertos usos de la fuerza para evitar por ejemplo, una declaración de guerra o una represalia armada. De este modo, Barboza (1999) recuerda que en 1837, cuando Canadá se reveló contra Gran Bretaña, y aunque Estados Unidos era neutral, ciudadanos norteamericanos fletaron un buque que ayudó a los rebeldes y atacó buques británicos. Este buque, denominado Caroline, fue apresado por las fuerzas inglesas, que lo incendiaron y arrojaron por las cataratas del Niágara, falleciendo dos nacionales de los Estados Unidos en la ocasión. Al no haber un estado de guerra entre Estados Unidos y Gran Bretaña, y al ser el buque de bandera neutral, el primero de los Estados consideró oportuno definir a la legítima defensa frente a un uso de la fuerza que no equivalía a la guerra, para demostrar así que el accionar británico no encuadraba en ella.
Esta definición, que pasó a convertirse en la del derecho consuetudinario de la época, exigía para la configuración de la legítima defensa tres elementos: 1). Que la acción fuera respuesta a una amenaza apremiante; 2). Que la amenaza no pudiera evitarse por otros medios; y 3). Que la fuerza utilizada fuera proporcional al peligro.
Aunque como bien señala Barboza (1999), el caso del Caroline refleja un concepto anglosajón de esta excepción, alguno de sus elementos han pasado al Derecho Internacional general. Fundamentalmente, de esta doctrina se toma la idea de que debía existir un ataque armado en desarrollo contra el territorio del Estado que se defendía, pero que también procedía aún cuando éste no se hubiera producido, si es que fuera inminente. Es lo que se conoce hoy como la llamada defensa preventiva.
El ataque o amenaza debía ser dirigido contra intereses estatales tales como el territorio, o bien contra nacionales del Estado, sus bienes u otros derechos otorgados por el Derecho Internacional.
Este derecho consuetudinario descripto va más allá de lo previsto por la Carta en sus Arts. 2.4 y 51, lo que se conecta precisamente con las discusiones doctrinarias respecto a la interpretación del contenido de la excepción, como se verá a continuación.
Establece la Carta de Naciones Unidas en su Art. 51 que “ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un Miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales.”
Con respecto a la interpretación del texto transcripto, es posible también distinguir dos posturas (permisiva y restrictiva) en concomitancia con las descriptas respecto a la interpretación de la regla del Art. 2.4.
De acuerdo con la postura restrictiva, la Carta reemplaza el derecho anterior, por lo que los Arts. 2.4 y 51 configuran todo el derecho de legítima defensa. En virtud de ello, sólo cabe la legítima defensa ante un ataque armado como lo prevé expresamente la norma antes transcripta, de manera
¿Cuál es el alcance de la excepción del Artículo 51?
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tal que cualquier forma de defensa preventiva será ilegítima. La carta de triunfo de esta postura reside en la necesidad de evitar el abuso de las grandes potencias que (si se recepta el concepto amplio) podrían atacar a países débiles cuando sus intereses así lo indiquen.
Los permisivos por su parte, aducen que el derecho consuetudinario anterior no fue abolido por la Carta, y que ésta no especifica que el ataque armado es el único caso en el que cabe la legítima defensa. Argumentan que tal como consta en los trabajos preparatorios, esta disposición sólo se introdujo ante la insistencia de varios países, en especial los latinoamericanos, para resguardar el derecho de sus pactos regionales a ejercer la legítima defensa colectiva ante un ataque armado mientras el Consejo de Seguridad de la ONU no tomara medidas. Además, el Art. 51 habla de un derecho inmanente, y por lo tanto, independiente de la Carta y preexistente en la costumbre. El gran argumento de esta postura es que no se puede privar a un Estado, que está en condiciones de hacerlo, de la auto-tutela de sus derechos fundamentales, cuando éstos no están protegidos por la comunidad internacional organizada, ya que el Consejo de Seguridad no ha estado por mucho tiempo (ni está hoy en día) en condiciones de hacerlo.
Señala Barboza (1999) que a pesar de la fuerza de estas argumentaciones, ninguna de las posturas ha sido enteramente convalidada por la práctica internacional; la jurisprudencia del Consejo por su parte, parece tender a favorecer la Teoría Restrictiva, pero recordemos que éste es un cuerpo político, y no judicial.
Otra cuestión discutida en el marco de esta excepción es cuándo debe entenderse que existe un ataque armado. ¿Es necesario que las tropas de un Estado atraviesen las fronteras de otro o basta un despliegue avanzado para su configuración? ¿Se requiere esperar un ataque que implique destrucción de bienes en el suelo para poder replicar legítimamente?
No hay dudas que caen dentro del concepto los usos mayores de la fuerza, incluidos en la Resolución 3314 (XXIX) que define la agresión: las invasiones del territorio de un Estado por unidades militares de otro, el bloqueo naval de sus costas, el ataque a sus fuerzas armadas o a sus bienes en cualquier parte (por ejemplo, a bases militares, naves o aeronaves) siempre que la entidad del ataque lo justifique.
Otras causales contempladas en la Resolución resultan en opinión de Barboza (1999) más discutibles, tales como la prolongación de la permanencia de una fuerza militar en otro Estado más allá de lo convenido, o el uso de mercenarios o bandas armadas. En el caso Nicaragua vs. Estados Unidos, la CIJ no consideró que el apoyo de EEUU a los contras alcanzara a configurar el concepto de ataque armado.
Barboza (1999) cita a Brotóns para señalar que el Derecho Internacional no obliga a los Estados a diferir su acción defensiva hasta el momento en que el agresor consuma su ataque, sino que debe entenderse que tal ataque existe desde el momento en que se ponen en marcha los efectivos que han de desencadenarlo. Se cita como ejemplo de ello el ataque británico contra la Argentina en 1982, que se inició cuando los buques zarparon en misión de guerra rumbo al Atlántico Sur. Sin embargo, otros ejemplos en los que la preparación u objetivos de las expediciones no son tan claros, ofrecen dudas, a lo que se suma el hecho de que las nuevas tecnologías bélicas hacen más difícil establecer el momento preciso de un ataque armado. Los misiles nucleares por ejemplo, hacen que una adhesión total a la posición restrictiva cause un riesgo de desaparición para el país que la sostenga.
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Se entiende además que debe tratarse de un ataque en desarrollo, por lo que se excluiría la legítima defensa una vez que el ataque ya ha finalizado; cualquier maniobra a partir de entonces sería una represalia. Bowett sostiene sin embargo, que ante una acumulación de eventos (es decir, varias incursiones seguidas) la reacción para prevenir futuros ataques integra la noción de legítima defensa (citado por Barboza, 1999, p. 251). La posición ortodoxa por el contrario no autoriza el uso de la fuerza en las represalias aun en casos extremos de acumulación o cuando se responde a otros hechos también de fuerza, lo que se condice con lo estipulado por la Resolución 2625, como se verá más adelante.
Otra cuestión debatida en esta materia refiere a ciertas formas de asistencia a una fracción empeñada en lucha civil contra el gobierno constituido de otro Estado, que no impliquen el envío directo de bandas armadas (que sí está prohibido por la Resolución comentada). De acuerdo con la CIJ en el caso Nicaragua vs. Estados Unidos, el suministro de armas, financiamiento, entrenamientos y apoyo por parte de este último Estado a los contras, si bien constituyen “…un uso ilegal de la fuerza, no equivalen a un ataque armado que autorice al gobierno de Nicaragua a responder por la fuerza.” Con ello, como destaca Barboza (1999), la Corte ha creado una dualidad en cuanto al uso de la fuerza, ilegítimo en ambos casos, pero que en uno admite una defensa completa, y en el otro (que es el del caso bajo examen) sólo permite ciertas contramedidas proporcionales, que el órgano judicial no explica.
Finalmente, mencionamos que la defensa a que hace referencia el Art. 51 puede ser individual o colectiva. La defensa colectiva puede entenderse como la respuesta colectiva ante un ataque armado de un Estado dirigido contra varios Estados o bien como la defensa por uno o más Estados de otro Estado víctima de un ataque armado, sobre la base del interés general en que se mantengan la paz y seguridad internacionales (Diez de Velasco, 1997).
Para su configuración se requiere –además de las mismas condiciones que la defensa individual- 1) que el Estado en cuyo beneficio va a ejercerse el derecho declare que ha sido víctima de un ataque armado; y 2) que el Estado que se considere víctima haga un pedido formal de ayuda a los demás, tal como lo determinó la CIJ en caso de Nicaragua vs. Estados Unidos.
A modo de resumen de lo desarrollado, recordemos que según el Derecho Internacional consuetudinario (a partir del caso Caroline ya comentado), la legítima defensa del Estado agredido debe ser una respuesta inmediata, necesaria y proporcional al ataque, condiciones que han de apreciarse en función de las circunstancias de cada caso. A ello el art. 51 agrega dos condiciones adicionales: 1) el deber de informar inmediatamente al Consejo de Seguridad; y 2) el carácter provisional y subsidiario de la legítima defensa respecto a la acción del Consejo, que puede “…ejercer en cualquier momento la acción que estime necesaria con el fin de mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales.”
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La acción coercitiva de las Naciones Unidas (Art. 42)
Para ejercer su responsabilidad primordial de mantener la paz y seguridad internacionales (Art. 24 de la Carta), el Consejo de Seguridad tiene las siguientes facultades:
 De investigar si una controversia puede poner en peligro el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales (Art. 34);
 De determinar la existencia de toda amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión y hacer recomendaciones o decidir qué medidas serán tomadas para mantener o restablecer 1a paz y la seguridad internacionales (Art 39).
Estas medidas pueden no implicar el uso de la fuerza, como las previstas en el Art 41 (interrupción total o parcial de las relaciones económicas y de las comunicaciones ferroviarias, marítimas, aéreas, postales, telegráficas, radioeléctricas, y otros medios de comunicación, así como la ruptura de relaciones diplomáticas) o bien ser medidas que impliquen una acción por medio de fuerzas aéreas, navales o terrestres (Art. 42). Estas acciones militares, configuran una excepción al principio de la prohibición del uso de la fuerza y un mecanismo de seguridad colectiva diseñado para sancionar a los Estados que violen tal principio.
Para llevar estos poderes a la práctica, la Carta prevé que todos los Miembros de las Naciones Unidas, se comprometen a poner a disposición del Consejo de Seguridad, cuando éste lo solicite, y de conformidad con un convenio especial o con convenios especiales, las fuerzas armadas, la ayuda y las facilidades, incluso el derecho de paso, que sean necesarias para el propósito de mantener la paz y la seguridad internacionales (Art. 43).
El Capítulo VIII de la Carta se refiere a la acción de los organismos regionales que constituyen un marco para el arreglo pacífico de controversias (Art. 52). El Consejo de Seguridad utilizará dichos acuerdos u organismos regionales, si a ello hubiere lugar, para aplicar medidas coercitivas bajo su autoridad. Sin embargo, se establece expresamente que “…no se aplicarán medidas coercitivas en virtud de acuerdos regionales o por organismos regionales sin autorización del Consejo…” (Art. 53), con lo que queda claro que la Carta no contempla la acción coercitiva de organismos regionales como una excepción independiente.
Las medidas autorizadas por las Naciones Unidas
La falta de conclusión de los convenios entre los Estados y el Consejo previstos en el Art. 43, sumada a la situación existente en los primeros años de existencia de la organización, hicieron que en la crisis de Corea de 1950 se adoptaran medidas para suplir estas deficiencias del sistema. Así, el Consejo de Seguridad –en ausencia del representante de la URSS- calificó a la invasión de Corea del Sur por tropas de Corea del Norte como un quebrantamiento de la paz, y recomendó a los Estados miembros que ayudaran a Corea del Sur a repeler la agresión. Cuando se reincorporó el representante soviético, éste vetó que se adoptaran decisiones en las que se aplicara el artículo 42.
Ante esta situación, la Asamblea General (en la Resolución 377 de 1950, llamada Unión pro paz), estableció que si el Consejo de Seguridad, por falta de unanimidad entre sus miembros permanentes, deja de cumplir con su responsabilidad primordial de mantener la paz y la seguridad internacionales en todo caso en que resulte haber una amenaza a la paz, un quebrantamiento de la paz o un acto de agresión, la Asamblea General examinará inmediatamente el asunto, con miras a dirigir a los miembros
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recomendaciones apropiadas para la adopción de medidas colectivas, inclusive, en caso de quebrantamiento de la paz o acto de agresión, el uso de fuerzas armadas cuando fuere necesario, a fin de mantener o restaurar la paz y la seguridad internacionales. Este mecanismo fue puesto en funcionamiento en la crisis de Suez (1956), pero los países socialistas criticaron su legalidad, poniendo de manifiesto los límites del sistema.
A partir de entonces, y hasta el fin de la guerra fría, el Consejo de Seguridad autorizó diversas operaciones de mantenimiento de la paz, sin autorizar el uso de la fuerza por parte de los contingentes militares suministrados voluntariamente por los Estados participantes (El Congo, 1961; Chipre, 1964; Oriente Medio, 1973, entre otras).
La situación cambiará a partir de la disolución de la URSS y la invasión a Kuwait por Irak de 1990. En este escenario, el Consejo de Seguridad pareció asumir el papel de órgano de policía contra el agresor, y mediante diversas resoluciones, autorizó a usar todos los medios necesarios para que Irak retire a sus tropas de Kuwait. Medidas similares fueron adoptadas con posterioridad en Bosnia y Herzegovina (1993), Somalia (1992) y Ruanda (1993).
En función de estas resoluciones, el Consejo ha pasado a desarrollar funciones que según Diez de Velasco (1997), exceden el marco previsto en los artículos de la Carta dedicados a la potestad coercitiva del Consejo. Para este autor, se podría argumentar a favor de estas acciones que la Carta, más que un conjunto rígido de normas, es un marco normativo evolutivo que deja al Consejo un cierto margen de discreción para aplicar el Capítulo VII en función de las situaciones que debe enfrentar. Estas autorizaciones serían pues un mecanismo nuevo pero viable en los términos de la Carta, que permite que el Consejo autorice a los Estados a que se unan en una acción de policía ad hoc, caso por caso.
La Acción contra Estados enemigos (Art. 107)
El Art. 107 de la Carta prevé que ninguna de sus disposiciones “…invalidará o impedirá cualquier acción ejercida o autorizada como resultado de la segunda guerra mundial con respecto a un Estado enemigo de cualquiera de los signatarios de esta Carta durante la citada guerra, por los gobiernos responsables de dicha acción.”
Esta disposición tiene su justificación en el hecho de que cuando se adoptó la Carta, la Segunda Guerra Mundial no había terminado, por lo que no podía excluirse la posibilidad de que resurgiera algún foco de hostilidades en otro lugar. Hoy en día, esta disposición se considera abrogada por la práctica, no siendo más por ello una excepción al principio de la prohibición del uso de la fuerza.
Otros supuestos discutidos
El problema de la existencia de excepciones al principio general de la prohibición del uso de la fuerza se concreta en la demostración de la existencia de normas de Derecho Internacional general (consuetudinarias) que autoricen su uso en supuestos concretos no previstos en la Carta. Algunos autores han sostenido que dichas excepciones existen en los siguientes supuestos:
 Las represalias ante usos de la fuerza que no sean ataques armados: De acuerdo con el Art. 51, sólo pueden recurrir a la fuerza los Estados que son víctimas de un ataque armado, por lo que se entiende que no podrían hacer uso de ella Estados víctimas de otras acciones que no encuadren en este concepto, como los usos menores de la fuerza o los
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ataques limitados (tal sería el caso del atacante que se retira antes que el atacado pueda oponer acción, o cuando se trata de ataques reiterados por intervalos). Los autores han ensayado por ello diversas justificaciones para admitir el uso de la fuerza en estos otros casos, ampliando la noción de ataque armado o admitiendo medidas proporcionadas. Sin embargo, estas consideraciones no pueden obviar el hecho de que la Declaración de principios anexa a la Resolución 2625 precisa que “…los Estados tienen el deber de abstenerse de actos de represalia que impliquen el uso de la fuerza…”, lo que implica que se encuentra prohibido el uso de la misma para hacer efectivo un derecho propio o acabar con la conducta contraria a derecho de otro Estado (ello no excluye las medidas de carácter diplomático, político o económico).
 La protección de nacionales y bienes en el exterior: En la práctica anterior a la Carta eran frecuentes las intervenciones militares de las potencias (sobre todo de EEUU en los países latinoamericanos) justificadas en la protección de sus ciudadanos y sus intereses económicos amenazados por gobiernos extranjeros. Estos llamados desembarcos protectores constituían graves violaciones de la soberanía de los Estados, y así lo reconoció la CIJ en el Asunto del Estrecho de Corfú (1949). Barboza (1999) señala que hay dos argumentos que justificarían el ataque armado en estos casos, sobre todo tratándose de ataques contra las personas de los nacionales en el exterior: 1) el atentado a la vida de los nacionales de un Estado equivale a un atentado contra ese Estado; 2) en estos casos, la acción no va dirigida contra la integridad territorial ni la independencia política del Estado territorial. Para la legalidad de estas medidas, el derecho anterior a la Carta requería las mismas condiciones que para la legítima defensa, esto es: que el Estado territorial no pueda o no quiera proteger a dichos nacionales; que las vidas de estos corrieran peligro grave e inminente; que no haya otro medio para protegerlos; y que la acción de represalia se mantenga dentro de los límites de la necesidad, evacuando lo antes posible el territorio.
 La intervención humanitaria: El objetivo de la misma es proteger a los nacionales del propio Estado territorial o extranjeros no nacionales del Estado interviniente que sufren un abuso por parte de aquél. Se trata pues de un acto de fuerza unilateral que no toma en cuenta la nacionalidad de las víctimas del abuso, fundado en un supuesto derecho o deber de injerencia humanitaria en casos extremos. Señala Barboza (1999) que su legalidad es dudosa, por no decir abiertamente ilegal, aunque cabe aclarar que estas acciones, enmarcadas en operaciones decididas según el Capítulo VII de la Carta, encuentran su justificación en la calificación por el Consejo de Seguridad como amenazas a la paz, de las situaciones internas que obstaculizaban la asistencia humanitaria a poblaciones víctimas de conflictos armados o catástrofes (Diez de Velasco, 1997).
11.2. Desarme y control de armamentos.
A lo largo del siglo XX, la presión internacional por lograr un mundo en paz y armonía y la transformación del equilibrio político mundial, tras el fin de la guerra fría, propiciaron en gran medida, la concertación de
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trascendentales acuerdos multilaterales destinados al desarme y al control de armamentos, muchos de los cuales fueron auspiciados por la ONU.
Con estas iniciativas, hacia mediados de la década de los noventa, todo el hemisferio sur se convertiría en una gran zona libre de armas nucleares, reduciéndose así los riesgos de proliferación nuclear en el mundo.
Estos tratados regionales, obligan por igual a los Estados no poseedores de armamento nuclear a someterse a inspecciones de la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA) en los procesos de tratamiento de combustible nuclear, para asegurar así el correcto cumplimiento de los mismos con fines exclusivamente pacíficos.
A continuación, se mencionan los tratados multilaterales de mayor repercusión internacional1:
 Convención sobre Armas Químicas (firmado en 1993 y en vigor desde 1997), que completa el Protocolo de Ginebra suscrito en el año 1925.
 Convención sobre Armas Biológicas (suscrita en 1972 y en vigor desde 1975), que prohíbe el desarrollo, producción y almacenamiento de las mismas.
 Convención sobre la prohibición del uso, almacenamiento, producción y transferencia de las minas terrestres antipersonales y sobre su destrucción (conocida también como la Convención de Ottawa de 1997). Ha sido ratificada por 120 Estados.
 Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (prohibición parcial firmada en 1963 y total en 1996). En la actualidad cuenta con 150 países signatarios.
 Tratado de No Proliferación de las Armas Nucleares (suscrito en 1968 y prorrogado indefinidamente en 1995). Ha sido suscrito por casi todos los países del mundo, incluidos los que declaran poseer armas nucleares, esto es: China, Estados Unidos, Federación Rusa, Francia y Reino Unido.
 Tratado de Proscripción de Armas Nucleares en América Latina y el Caribe (conocido también como el Tratado de Tlatelolco, de 1967). Fue un acuerdo histórico por tratarse del establecimiento de la primera zona libre de armas nucleares sobre un territorio habitado del planeta.
 El Tratado de Rarotonga (para el Pacífico Sur, de 1985), el Tratado de Bangkok (para Asia Suroriental, de 1995) y el Tratado de Pelindaba (para África, de 1996). Estos tratados declaran estas zonas del mundo libres de armas nucleares.
Además de estos acuerdos multilaterales, es significativo destacar que en materia de control de armas nucleares, durante el periodo conocido como la guerra fría y postguerra fría, se suscribieron acuerdos bilaterales entre las dos grandes potencias de la época, la extinta Unión Soviética y Estados Unidos que, sin embargo, fueron de enorme trascendencia para el conjunto de la comunidad internacional. Ello se debió a que el diálogo abierto entre ambos países garantizaba el mutuo control para evitar una guerra nuclear y la limitación de su escalada armamentística, a la que se habían consagrado de lleno años atrás ambos países, ante la estupefacción e impotencia del resto del mundo.
Dichos acuerdos bilaterales fueron los siguientes2:
1 Fuente: Centro de Información de Naciones Unidas para México, Cuba y República Dominicana. http://www.cinu.org.mx/temas/desarme/acue_des.htm (Fecha de consulta: 11/12/2010).
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 Tratado sobre limitación de los sistemas de misiles antibalísticos (Tratado ABM), de 1972.
 Tratado sobre la eliminación de los misiles de alcance intermedio y menor alcance (Tratado INF), del año 1991.
 Tratado sobre la reducción y limitación de armas estratégicas ofensivas (START I), del año 1991.
 Protocolo de Lisboa al Tratado START I, suscripto en 1992.
 Tratado sobre nuevas reducciones y limitaciones de las armas estratégicas ofensivas (START II), suscrito en 1993 y prorrogado en 1997.
 Al momento de la redacción de la presente lectura, el nuevo Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (START) que reemplaza a los anteriores, se encuentra pendiente de su aprobación por la Duma Rusa, habiendo sido ya ratificado por el Congreso de los Estados Unidos. El mismo disminuye en un 30 % el número de cabezas nucleares: de acuerdo a lo acordado, ambas potencias reducirán su arsenal de armas atómicas a 1.550 ojivas nucleares. También limita a 800 el número de vectores estratégicos, como misiles intercontinentales, submarinos y bombarderos estratégicos. Además, introduce un nuevo sistema de inspecciones de los arsenales nucleares3.
11.3. Reglamentación de los conflictos armados.
Como se señaló supra, clásicamente el Derecho Internacional se dividía en derecho de la paz y derecho de la guerra. Como ya se estudió, el llamado jus ad bellum fue objeto de reglamentación recién a partir del Pacto de la Sociedad de las Naciones; en cambio, el jus in bellum, es decir, la reglamentación de la conducción de la guerra y del tratamiento a combatientes y no combatientes fue objeto de limitaciones desde épocas tempranas.
Sin embargo, la Comisión de Derecho Internacional, en su primer período de sesiones, en 1949, decidió no incluir el Derecho Humanitario aplicable a los conflictos armados entre los temas sobre los que iba a emprender su labor de codificación y desarrollo progresivo del Derecho Internacional. En aquel momento, la Comisión consideró que los trabajos que pudiera desarrollar en esta materia podrían ser erróneamente interpretados por la opinión pública mundial como una falta de confianza en el sistema de seguridad colectiva recientemente instaurado por la Carta de las Naciones Unidas.
De allí que el impulso convencional en este ámbito del ordenamiento internacional (que comenzó a denominarse Derecho Humanitario) fuera dado por el Comité Internacional de la Cruz Roja, el que consiguió del Gobierno suizo que convocara en Ginebra una Conferencia de
2 Fuente: Centro de Información de Naciones Unidas para México, Cuba y República Dominicana. http://www.cinu.org.mx/temas/desarme/acue_des.htm (Fecha de consulta: 11/12/2010).
3 Estados Unidos ratificó el tratado nuclear con Rusia. Clarín, Edición del 23/12/10. En: http://www.clarin.com/mundo/Unidos-ratifico-tratado-nuclear-Rusia_0_395360466.html. (Fecha de consulta: 27/12/2010).
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plenipotenciarios que en 1949 adoptó cuatro importantes Convenciones sobre protección de las víctimas de los conflictos armados.
La crueldad de los conflictos armados de la década de los años sesenta, y la relación indudable entre el respeto a los derechos humanos y el ius in bello, movieron a las Naciones Unidas a interesarse finalmente por el derecho de la guerra. Esta preocupación permitió, gracias a la acción una vez más del Comité Internacional de la Cruz Roja, una nueva Conferencia diplomática en Ginebra sobre reafirmación y desarrollo del Derecho Humanitario (1977), que culminó con la adopción de dos Protocolos adicionales a las Convenciones de Ginebra de 1949: uno aplicable a los conflictos armados que tuvieran carácter internacional y otro a los que no tuviesen tal naturaleza.
11.3.1. Principios generales.
En la Conferencia de Ginebra de 1949 sobre protección a las víctimas de la guerra se adoptaron las cuatro Convenciones de las que son parte hoy 147 Estados.
La primera Convención tiene como objetivo proteger a los heridos y enfermos de las fuerzas armadas en campaña y sus normas básicas son las siguientes: la del artículo 12,según la cual los miembros de las fuerzas armadas y otras personas definidas en el artículo 13,que estén heridas o enfermas, serán respetadas y protegidas en toda circunstancia; la misma obligación se establece en el artículo 19 para los establecimientos fijos y unidades móviles de carácter médico; en el artículo 24 para el personal médico dedicado exclusivamente a la búsqueda, recogida, tratamiento o transporte de los heridos y enfermos, y en el artículo 26 respecto a los miembros de las Sociedades Nacionales de la Cruz Roja y otros de las Sociedades de Socorro Voluntario, debidamente reconocidas por sus Gobiernos.
La segunda Convención apunta a proteger a los heridos, enfermos y náufragos de las fuerzas armadas en el mar, y presenta un diseño de protección similar a la anterior.
La tercera convención es la concerniente al trato de los prisioneros de guerra; en ella se proclama el principio de que los prisioneros de guerra están en las manos de la potencia enemiga y no en las de los individuos o unidades militares que los hayan capturado (art.12); deben ser tratados siempre de manera humanitaria (art.13) y tienen derecho en todas las circunstancias a ser tratados con respeto a su persona y honor y las mujeres con la debida consideración a su sexo (art.14).
Finalmente, la Convención sobre la protección de personas civiles en tiempo de guerra ampara a éstas en dos situaciones: cuando se encuentren en territorio enemigo y cuando se hallen en territorio ocupado por el ejército enemigo. La Convención no protege, sin embargo, a las personas civiles contra los efectos de las armas.
Los rasgos comunes que dan fisonomía propia y original a las cuatro Convenciones y persiguen su mayor efectividad son los siguientes:
 Aplicación no sólo en caso de guerra declarada, sino también en el de cualquier conflicto armado entre las partes, incluso si el estado de guerra no ha sido reconocido por una de ellas (art.2 común);
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 Aplicación de reglas fundamentales de carácter mínimo a los conflictos armados que no tengan carácter internacional (art.3 común);
 Carácter de ius cogens de sus disposiciones, en el sentido de que los acuerdos deben ser cumplidos obligatoriamente por los Estados beligerantes.
En cuanto a los Protocolos adicionales a las Convenciones, su contenido puede ser sintetizado de la siguiente manera:
Protocolo I
Se aplica a los conflictos internacionales definidos en el art. 2 común a las convenciones de 1949, esto es, en los casos de guerra declarada o de cualquier otro conflicto armado que pueda surgir entre dos o varias de las partes contratantes, aunque el estado de guerra no haya sido reconocido por cualquiera de ellas (hostilidades efectivas). Se agregan las luchas contra la dominación colonial, en ese entonces en pleno desarrollo, en contra de la tesis de las potencias colonialistas que las consideraban una cuestión interna.
Otro aspecto importante de este Protocolo es que regula los métodos y medios de guerra y protege, por tanto, a los combatientes contra los efectos de ciertas armas (por ejemplo, queda prohibido el empleo de armas y proyectiles que causen males superfluos o sufrimientos innecesarios; el uso indebido del signo distintivo de la Cruz Roja y equivalentes; el uso de banderas, emblemas, insignias, o uniformes militares de Estados neutrales y partes adversas; ordenar que no haya supervivientes, etc.).
Este Protocolo también se propone la protección de la población civil contra los efectos de las hostilidades. Así, se proclama en el mismo la obligación de las partes en conflicto de distinguir en todo momento entre población civil y combatientes y entre bienes de carácter civil y objetivos militares. En este sentido recoge que no serán objeto de ataques la población civil como tal ni las personas civiles y prohíbe los ataques indiscriminados, así como los que con carácter de represalia se dirijan contra la población civil o personas civiles.
Por último, en los casos no previstos en él se aplicará la cláusula Martens, que es una especie de provisión residual para cubrir situaciones no previstas en los instrumentos convencionales, y que aparecía ya en las Convenciones de la Haya de 1907: “Las poblaciones y los beligerantes permanecen bajo la garantía y el régimen de los principios del Derecho de Gentes preconizados por los usos establecidos entre las naciones civilizadas, por las leyes de la humanidad y por las exigencias de la conciencia pública”.
Protocolo II
Su campo de aplicación se extiende a los conflictos armados no contemplados en el Protocolo I (es decir a los conflictos no internacionales) que tengan lugar en el territorio de una parte contratante entre sus fuerzas armadas y fuerzas armadas disidentes o grupos armados organizados que, bajo la dirección de un mando responsable, ejerzan sobre una parte de dicho territorio un control tal que les permita realizar operaciones militares sostenidas y concertadas y aplicar el Protocolo, excluyéndose las situaciones de tensiones internas y de disturbios interiores.
Por lo demás, la protección que el Protocolo II dispensa a las víctimas del conflicto es mucho más débil que la otorgada por el Protocolo I y, desde luego, no regula los modos y medios de combate. Contiene únicamente unas
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normas sobre trato humanitario que deben recibir toda clase de personas y disposiciones sobre heridos, enfermos, náufragos y población civil.
Ello se debe a que, como destaca Barboza (1999), los Estados participantes en las negociaciones pusieron poco interés en la redacción de este protocolo: por un lado, los que apoyaban a los movimientos de liberación nacional no tenían motivos para tener en cuenta conflictos que no los afectaban en cuanto que habían logrado su introducción en el Protocolo I; y por otra parte, los demás Estados tampoco tenían razones para impulsar un cuerpo normativo que coartara su libertad de acción.


Módulo 4

Unidad 11
Lectura 11


11. CONTROL DEL USO DE LA FUERZA
11.1. Prohibición del recurso a la fuerza.
La prohibición del uso de la fuerza constituye uno de los grandes principios consagrados en la Resolución 2625 (XXV) de 1970, denominada Declaración relativa a los Principios de Derecho Internacional referentes a las Relaciones de Amistad y a la Cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas.
Se trata de un tema fundamental para el Derecho Internacional, en cuanto que implica distinguir cuándo el uso de la fuerza es considerado legal e ilegal en el marco de este ordenamiento jurídico.
Es importante aclarar que la expresión fuerza se refiere exclusivamente a la fuerza armada que utiliza un Estado contra otro Estado, excluyendo por lo tanto la agresión o presión económica o política. Tampoco comprende las acciones decididas por el Consejo de Seguridad en virtud del Capítulo VII de la Carta (Barboza, 1999).
11.1.1. Origen.
Durante siglos, el Derecho Internacional admitió a la guerra como medio de solución de conflictos, desarrollando en consecuencia un conjunto de normas para su regulación, que recibían el nombre de Derecho de guerra, por oposición al Derecho en tiempos de paz, o Derecho de la paz.
Los autores del siglo XVI al XVIII, y en especial los teólogos juristas Francisco de Vitoria y Francisco Suárez se ocuparon de las condiciones que debían cumplirse para el inicio legítimo de una guerra, que para ser justa, debía reunir tres condiciones: que haya sido decidida por una autoridad soberana; que exista una justa causa, es decir, debe ser motivada por una violación del Derecho; y que exista una recta intención de los beligerantes, es decir, que no debe ser iniciada por odio, venganza o codicia (Diez de Velasco, 1997).
En el siglo XIX se abandonan estas consideraciones ético-jurídicas y la guerra pasa a concebirse como un atributo del Estado (jus ad bellum) al que puede recurrirse ante la ausencia de mecanismos centralizados, como medio de autotutela o para asegurar su preservación.
Es importante señalar que la guerra, sin embargo, se concibe como una relación entre naciones civilizadas, lo que hace que entre los beligerantes se apliquen reglas para evitar daños innecesarios (limitaciones que se conocen con el nombre de jus in bello), que no se aplican a otros conflictos como los internos o los originados por la expansión colonial.
Durante el siglo XX se ha producido una evolución en la comunidad internacional a partir de la cual se ha logado una progresiva limitación de las posibilidades que tienen los Estados para recurrir al uso de la fuerza. Con ello, se ha abolido la posibilidad de recurrir a la guerra como medio de política exterior, como se verá a continuación.
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11.1.2. Evolución de la prohibición.
La Convención Drago-Porter, relativa a la prohibición del uso de la fuerza para el cobro de deudas contractuales -adoptada por la Conferencia de la Paz celebrada en la Haya en 1907-, constituye el primer hito de relevancia para el establecimiento de la prohibición. La misma, que establece el compromiso de no recurrir a la fuerza contra un país deudor (salvo que éste no acepte la solución del conflicto mediante arbitraje) fue consecuencia de las represalias ejercidas en 1902 por varios países europeos contra Venezuela por su demora en el pago de deudas.
El Pacto de la Sociedad de las Naciones no prohíbe la guerra, sino que pretende impedir que se produzca, o al menos que se retrase lo máximo posible. De acuerdo con su art. 12, todos los miembros de la sociedad convienen en que, si surgiera entre ellos una divergencia susceptible de provocar una ruptura, la someterán al procedimiento del arbitraje o a un arreglo judicial, o al examen del consejo. Convienen además que, en caso alguno, deben recurrir a la guerra “antes de la expiración de un plazo de 3 meses desde el fallo arbitral o judicial, o el informe del consejo.” De allí que se diga que más que una prohibición, se trata de una moratoria de guerra, que habilitaba numerosas situaciones en las que los miembros podían legalmente recurrir a ella, como cuando el Consejo no lograba adoptar su informe por unanimidad o se inhibía por considerar que el asunto era de competencia interna (Art. 15.7 y 8).
Para evitar estas situaciones, se aprobó el Protocolo de Ginebra de 1924, con disposiciones detalladas sobre el arreglo pacífico de las controversias internacionales, que califica a la guerra como “un crimen internacional”. Su art. 2 condena el recurso de la guerra y establece que los Estados signatarios se obligan a no recurrir a la guerra entre sí, ni contra cualquier otro Estado que, llegado el caso, acepte las obligaciones de arreglo pacífico contenidas en el tratado, excepto en los casos de resistencia a actos de agresión o cuando actúen de acuerdo con el Consejo o la Asamblea. Es decir, los únicos casos de excepción a la prohibición eran los de legítima defensa y las acciones en el marco de la seguridad colectiva. Se aclara que este Protocolo nunca entró en vigor, lo que no resta su importancia en la evolución de las normas relativas al uso de la fuerza.
Otro paso decisivo en el establecimiento del principio será el Pacto General de renuncia a la guerra de 1928, o Pacto Briand-Kellogg, en el que las partes declaran solemnemente en nombre de sus naciones, que “condenan la guerra como medio de solución de controversias internacionales y que desisten de su uso como herramienta de la política nacional en sus relaciones mutuas” (Art. 1). Este Pacto, que debe entenderse como una condena de la guerra y de aquellas posturas que consideraban a la misma como una continuación de la política por otros medios, fue ratificado por casi todos los Estados que constituían la comunidad internacional por ese entonces. Fue además el fundamento de la doctrina Stimson, de no reconocimiento de situaciones originadas en la fuerza y confirmado en varios otros instrumentos internacionales como el Pacto Saavedra Lamas, suscripto por Argentina, Brasil, Chile, México, Paraguay y Uruguay al que luego adhirieron numerosos Estados continentales e inclusive extra-continentales.
Sin embargo, como el Pacto carecía de mecanismos institucionales que garanticen el cumplimiento de la obligación de renuncia a la guerra, fue inoperante para evitar las crisis internacionales que devinieron en la Segunda Guerra Mundial.
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La prohibición en la Carta de las Naciones Unidas
Con la creación de las Naciones Unidas, se consagra con carácter general el principio de la prohibición del uso de la fuerza. De este modo, el Art. 2.4 de la Carta declara que “los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas.”
Se trata de una prohibición más completa que la contenida en el Pacto Briand-Kellogg en cuanto que no se refiere exclusivamente a la guerra, sino al uso de la fuerza, comprendiendo además la amenaza de su uso.
El principio se enmarca en otros principios también consagrados en el mismo artículo, como el del arreglo pacífico de las controversias y el de la seguridad colectiva, siendo el Consejo de Seguridad el órgano investido con los poderes necesarios para velar por su cumplimiento, pudiendo aplicar medidas coercitivas para los Estados que lo violen. Sin embargo, como destaca Diez, se trata de una norma independiente, en cuanto que la prohibición subsiste aún cuando los Estados no hayan logrado solucionar sus controversias pacíficamente, o las disposiciones del capítulo VII no sean aplicadas por el Consejo en la forma prevista (Diez de Velasco, 1997).
La generalidad de la formulación del principio, al no identificar las modalidades de la fuerza que estarían prohibidas, ha generado discusiones relativas a si cualquier uso de la fuerza está prohibido, o sólo la fuerza armada. Como ya se mencionó, la opinión más aceptada hoy en día, que es también la que comparte Barboza (1999) sostiene que el término fuerza debe entenderse con la significación de fuerza armada, porque ello se deduce del contexto de la Carta, como así también de los trabajos preparatorios. Quedan por lo tanto excluidas de la prohibición las medidas de coerción de carácter económico, la interrupción de las comunicaciones y las de carácter político, como la ruptura de las relaciones diplomáticas, lo que no significa que las mismas no puedan encuadrar en una violación al principio de no intervención.
La Declaración relativa a los Principios de Derecho Internacional o Resolución 2625 ya mencionada, considera expresamente modalidades del uso de la fuerza utilizadas en las últimas décadas, tales como la organización de fuerzas irregulares o bandas armadas para hacer incursiones en el territorio de otro Estado, o el apoyo a la guerra civil o el terrorismo en otro Estado, o el consentir actividades organizadas dentro del territorio de un Estado encaminadas a la comisión de dichos actos en otro.
En la actualidad, el principio de la prohibición del uso de la fuerza constituye un principio de derecho internacional consuetudinario, y así lo ha reconocido la CIJ en el Asunto de Nicaragua vs. Estados Unidos (1986), fundándose en su consagración por el artículo 2.4. de la Carta y la opinio iuris expresada en la aprobación de la Declaración.
Aún más, la importancia de este principio en el Derecho Internacional contemporáneo hace que sea considerado una norma de ius cogens, es decir, una norma imperativa del de este derecho, lo que no excluye el debate sobre el alcance exacto de la regla y las excepciones que prevé la misma Carta, como se verá a continuación (Barboza, 1999).
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Aquí debemos distinguir dos posturas doctrinarias:
La primera corriente, que podríamos denominar restrictiva, sostiene que todo el derecho sobre el uso de la fuerza está contenido en la Carta (art. 2.4) con la excepción de la legítima defensa, y que el derecho consuetudinario previo a la Carta fue derogado por ésta. Desde esta postura, Brownlie sostiene que las expresiones integridad territorial e independencia política utilizadas por el Art. 2.4 de la Carta se refieren a la totalidad de los derechos de un Estado en el Derecho Internacional, y que son comprensivas de todo los que el Estado es (citado por Barboza, 1999, p. 243). La frase final del mismo artículo, relativa a los propósitos de Naciones Unidas habría sido incluida para asegurar que la fuerza no pueda ser empleada contra entidades no estatales, como las colonias y protectorados.
La corriente opuesta, denominada permisiva, sostiene que la Carta no sustituyó enteramente a la costumbre, y que el uso legítimo de la fuerza tiene un alcance considerablemente mayor que el que asigna la otra corriente. Se fundan en la fórmula ambigua del texto, que señala que no es lícito usar la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, lo que implicaría que puede utilizarse si no va dirigida contra estos dos bienes jurídicamente protegidos. En cuanto a la otra frase del mismo artículo (o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas), tampoco sería obstáculo para esta interpretación, en cuanto que habría usos de la fuerza que serían compatibles con tales propósitos, tales como la protección de la vida y bienes de los nacionales en peligro en el extranjero, o la intervención humanitaria. Como sostiene Bowett, a tenor de la literalidad del texto, los usos limitados de la fuerza con ciertos propósitos (que formaban parte del derecho consuetudinario previo) deben ser permitidos (citado por Barboza, 1999, p. 243).
Independientemente de esta discusión, lo cierto es que durante las últimas décadas, en los casos en los que los Estados hicieron uso de la fuerza, siempre alegaron que lo hacían en legítima defensa, amparándose así en la excepción y sin poner en tela de juicio el alcance universal del principio.
11.1.3. Excepciones. Pese al principio consagrado ya comentado, la propia Carta, en otras disposiciones, admite que se recurra a la fuerza armada. Dichos casos son: a) uso de la fuerza en legítima defensa (Art. 51); d) acción mediante fuerzas armadas necesarias para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacional, decidida por el Consejo de Seguridad (Art. 41); c) acción contra Estados enemigos para reprimir el rebrote de hostilidades al fin de la Segunda Guerra Mundial (Art. 53). A estos supuestos, en virtud de la práctica internacional, habría que añadir los casos de autorización del uso de la fuerza por Naciones Unidas (Diez de Velasco, 1997).
La legítima defensa
En Derecho Internacional, la legítima defensa no se encontraba claramente definida como una noción distinta del derecho de conservación, el estado de
¿Cuál es el alcance de la regla general del Artículo 2.4?
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necesidad, el derecho de intervención u otras justificaciones alegadas por los Estados durante el siglo XIX para hacer uso de la fuerza.
Aunque la legítima defensa sólo tiene sentido en la medida en que existe una prohibición del uso de la fuerza, los Estados la han alegado aún antes de la existencia de tal prohibición, para justificar ciertos usos de la fuerza para evitar por ejemplo, una declaración de guerra o una represalia armada. De este modo, Barboza (1999) recuerda que en 1837, cuando Canadá se reveló contra Gran Bretaña, y aunque Estados Unidos era neutral, ciudadanos norteamericanos fletaron un buque que ayudó a los rebeldes y atacó buques británicos. Este buque, denominado Caroline, fue apresado por las fuerzas inglesas, que lo incendiaron y arrojaron por las cataratas del Niágara, falleciendo dos nacionales de los Estados Unidos en la ocasión. Al no haber un estado de guerra entre Estados Unidos y Gran Bretaña, y al ser el buque de bandera neutral, el primero de los Estados consideró oportuno definir a la legítima defensa frente a un uso de la fuerza que no equivalía a la guerra, para demostrar así que el accionar británico no encuadraba en ella.
Esta definición, que pasó a convertirse en la del derecho consuetudinario de la época, exigía para la configuración de la legítima defensa tres elementos: 1). Que la acción fuera respuesta a una amenaza apremiante; 2). Que la amenaza no pudiera evitarse por otros medios; y 3). Que la fuerza utilizada fuera proporcional al peligro.
Aunque como bien señala Barboza (1999), el caso del Caroline refleja un concepto anglosajón de esta excepción, alguno de sus elementos han pasado al Derecho Internacional general. Fundamentalmente, de esta doctrina se toma la idea de que debía existir un ataque armado en desarrollo contra el territorio del Estado que se defendía, pero que también procedía aún cuando éste no se hubiera producido, si es que fuera inminente. Es lo que se conoce hoy como la llamada defensa preventiva.
El ataque o amenaza debía ser dirigido contra intereses estatales tales como el territorio, o bien contra nacionales del Estado, sus bienes u otros derechos otorgados por el Derecho Internacional.
Este derecho consuetudinario descripto va más allá de lo previsto por la Carta en sus Arts. 2.4 y 51, lo que se conecta precisamente con las discusiones doctrinarias respecto a la interpretación del contenido de la excepción, como se verá a continuación.
Establece la Carta de Naciones Unidas en su Art. 51 que “ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un Miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales.”
Con respecto a la interpretación del texto transcripto, es posible también distinguir dos posturas (permisiva y restrictiva) en concomitancia con las descriptas respecto a la interpretación de la regla del Art. 2.4.
De acuerdo con la postura restrictiva, la Carta reemplaza el derecho anterior, por lo que los Arts. 2.4 y 51 configuran todo el derecho de legítima defensa. En virtud de ello, sólo cabe la legítima defensa ante un ataque armado como lo prevé expresamente la norma antes transcripta, de manera
¿Cuál es el alcance de la excepción del Artículo 51?
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tal que cualquier forma de defensa preventiva será ilegítima. La carta de triunfo de esta postura reside en la necesidad de evitar el abuso de las grandes potencias que (si se recepta el concepto amplio) podrían atacar a países débiles cuando sus intereses así lo indiquen.
Los permisivos por su parte, aducen que el derecho consuetudinario anterior no fue abolido por la Carta, y que ésta no especifica que el ataque armado es el único caso en el que cabe la legítima defensa. Argumentan que tal como consta en los trabajos preparatorios, esta disposición sólo se introdujo ante la insistencia de varios países, en especial los latinoamericanos, para resguardar el derecho de sus pactos regionales a ejercer la legítima defensa colectiva ante un ataque armado mientras el Consejo de Seguridad de la ONU no tomara medidas. Además, el Art. 51 habla de un derecho inmanente, y por lo tanto, independiente de la Carta y preexistente en la costumbre. El gran argumento de esta postura es que no se puede privar a un Estado, que está en condiciones de hacerlo, de la auto-tutela de sus derechos fundamentales, cuando éstos no están protegidos por la comunidad internacional organizada, ya que el Consejo de Seguridad no ha estado por mucho tiempo (ni está hoy en día) en condiciones de hacerlo.
Señala Barboza (1999) que a pesar de la fuerza de estas argumentaciones, ninguna de las posturas ha sido enteramente convalidada por la práctica internacional; la jurisprudencia del Consejo por su parte, parece tender a favorecer la Teoría Restrictiva, pero recordemos que éste es un cuerpo político, y no judicial.
Otra cuestión discutida en el marco de esta excepción es cuándo debe entenderse que existe un ataque armado. ¿Es necesario que las tropas de un Estado atraviesen las fronteras de otro o basta un despliegue avanzado para su configuración? ¿Se requiere esperar un ataque que implique destrucción de bienes en el suelo para poder replicar legítimamente?
No hay dudas que caen dentro del concepto los usos mayores de la fuerza, incluidos en la Resolución 3314 (XXIX) que define la agresión: las invasiones del territorio de un Estado por unidades militares de otro, el bloqueo naval de sus costas, el ataque a sus fuerzas armadas o a sus bienes en cualquier parte (por ejemplo, a bases militares, naves o aeronaves) siempre que la entidad del ataque lo justifique.
Otras causales contempladas en la Resolución resultan en opinión de Barboza (1999) más discutibles, tales como la prolongación de la permanencia de una fuerza militar en otro Estado más allá de lo convenido, o el uso de mercenarios o bandas armadas. En el caso Nicaragua vs. Estados Unidos, la CIJ no consideró que el apoyo de EEUU a los contras alcanzara a configurar el concepto de ataque armado.
Barboza (1999) cita a Brotóns para señalar que el Derecho Internacional no obliga a los Estados a diferir su acción defensiva hasta el momento en que el agresor consuma su ataque, sino que debe entenderse que tal ataque existe desde el momento en que se ponen en marcha los efectivos que han de desencadenarlo. Se cita como ejemplo de ello el ataque británico contra la Argentina en 1982, que se inició cuando los buques zarparon en misión de guerra rumbo al Atlántico Sur. Sin embargo, otros ejemplos en los que la preparación u objetivos de las expediciones no son tan claros, ofrecen dudas, a lo que se suma el hecho de que las nuevas tecnologías bélicas hacen más difícil establecer el momento preciso de un ataque armado. Los misiles nucleares por ejemplo, hacen que una adhesión total a la posición restrictiva cause un riesgo de desaparición para el país que la sostenga.
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Se entiende además que debe tratarse de un ataque en desarrollo, por lo que se excluiría la legítima defensa una vez que el ataque ya ha finalizado; cualquier maniobra a partir de entonces sería una represalia. Bowett sostiene sin embargo, que ante una acumulación de eventos (es decir, varias incursiones seguidas) la reacción para prevenir futuros ataques integra la noción de legítima defensa (citado por Barboza, 1999, p. 251). La posición ortodoxa por el contrario no autoriza el uso de la fuerza en las represalias aun en casos extremos de acumulación o cuando se responde a otros hechos también de fuerza, lo que se condice con lo estipulado por la Resolución 2625, como se verá más adelante.
Otra cuestión debatida en esta materia refiere a ciertas formas de asistencia a una fracción empeñada en lucha civil contra el gobierno constituido de otro Estado, que no impliquen el envío directo de bandas armadas (que sí está prohibido por la Resolución comentada). De acuerdo con la CIJ en el caso Nicaragua vs. Estados Unidos, el suministro de armas, financiamiento, entrenamientos y apoyo por parte de este último Estado a los contras, si bien constituyen “…un uso ilegal de la fuerza, no equivalen a un ataque armado que autorice al gobierno de Nicaragua a responder por la fuerza.” Con ello, como destaca Barboza (1999), la Corte ha creado una dualidad en cuanto al uso de la fuerza, ilegítimo en ambos casos, pero que en uno admite una defensa completa, y en el otro (que es el del caso bajo examen) sólo permite ciertas contramedidas proporcionales, que el órgano judicial no explica.
Finalmente, mencionamos que la defensa a que hace referencia el Art. 51 puede ser individual o colectiva. La defensa colectiva puede entenderse como la respuesta colectiva ante un ataque armado de un Estado dirigido contra varios Estados o bien como la defensa por uno o más Estados de otro Estado víctima de un ataque armado, sobre la base del interés general en que se mantengan la paz y seguridad internacionales (Diez de Velasco, 1997).
Para su configuración se requiere –además de las mismas condiciones que la defensa individual- 1) que el Estado en cuyo beneficio va a ejercerse el derecho declare que ha sido víctima de un ataque armado; y 2) que el Estado que se considere víctima haga un pedido formal de ayuda a los demás, tal como lo determinó la CIJ en caso de Nicaragua vs. Estados Unidos.
A modo de resumen de lo desarrollado, recordemos que según el Derecho Internacional consuetudinario (a partir del caso Caroline ya comentado), la legítima defensa del Estado agredido debe ser una respuesta inmediata, necesaria y proporcional al ataque, condiciones que han de apreciarse en función de las circunstancias de cada caso. A ello el art. 51 agrega dos condiciones adicionales: 1) el deber de informar inmediatamente al Consejo de Seguridad; y 2) el carácter provisional y subsidiario de la legítima defensa respecto a la acción del Consejo, que puede “…ejercer en cualquier momento la acción que estime necesaria con el fin de mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales.”
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La acción coercitiva de las Naciones Unidas (Art. 42)
Para ejercer su responsabilidad primordial de mantener la paz y seguridad internacionales (Art. 24 de la Carta), el Consejo de Seguridad tiene las siguientes facultades:
 De investigar si una controversia puede poner en peligro el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales (Art. 34);
 De determinar la existencia de toda amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión y hacer recomendaciones o decidir qué medidas serán tomadas para mantener o restablecer 1a paz y la seguridad internacionales (Art 39).
Estas medidas pueden no implicar el uso de la fuerza, como las previstas en el Art 41 (interrupción total o parcial de las relaciones económicas y de las comunicaciones ferroviarias, marítimas, aéreas, postales, telegráficas, radioeléctricas, y otros medios de comunicación, así como la ruptura de relaciones diplomáticas) o bien ser medidas que impliquen una acción por medio de fuerzas aéreas, navales o terrestres (Art. 42). Estas acciones militares, configuran una excepción al principio de la prohibición del uso de la fuerza y un mecanismo de seguridad colectiva diseñado para sancionar a los Estados que violen tal principio.
Para llevar estos poderes a la práctica, la Carta prevé que todos los Miembros de las Naciones Unidas, se comprometen a poner a disposición del Consejo de Seguridad, cuando éste lo solicite, y de conformidad con un convenio especial o con convenios especiales, las fuerzas armadas, la ayuda y las facilidades, incluso el derecho de paso, que sean necesarias para el propósito de mantener la paz y la seguridad internacionales (Art. 43).
El Capítulo VIII de la Carta se refiere a la acción de los organismos regionales que constituyen un marco para el arreglo pacífico de controversias (Art. 52). El Consejo de Seguridad utilizará dichos acuerdos u organismos regionales, si a ello hubiere lugar, para aplicar medidas coercitivas bajo su autoridad. Sin embargo, se establece expresamente que “…no se aplicarán medidas coercitivas en virtud de acuerdos regionales o por organismos regionales sin autorización del Consejo…” (Art. 53), con lo que queda claro que la Carta no contempla la acción coercitiva de organismos regionales como una excepción independiente.
Las medidas autorizadas por las Naciones Unidas
La falta de conclusión de los convenios entre los Estados y el Consejo previstos en el Art. 43, sumada a la situación existente en los primeros años de existencia de la organización, hicieron que en la crisis de Corea de 1950 se adoptaran medidas para suplir estas deficiencias del sistema. Así, el Consejo de Seguridad –en ausencia del representante de la URSS- calificó a la invasión de Corea del Sur por tropas de Corea del Norte como un quebrantamiento de la paz, y recomendó a los Estados miembros que ayudaran a Corea del Sur a repeler la agresión. Cuando se reincorporó el representante soviético, éste vetó que se adoptaran decisiones en las que se aplicara el artículo 42.
Ante esta situación, la Asamblea General (en la Resolución 377 de 1950, llamada Unión pro paz), estableció que si el Consejo de Seguridad, por falta de unanimidad entre sus miembros permanentes, deja de cumplir con su responsabilidad primordial de mantener la paz y la seguridad internacionales en todo caso en que resulte haber una amenaza a la paz, un quebrantamiento de la paz o un acto de agresión, la Asamblea General examinará inmediatamente el asunto, con miras a dirigir a los miembros
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recomendaciones apropiadas para la adopción de medidas colectivas, inclusive, en caso de quebrantamiento de la paz o acto de agresión, el uso de fuerzas armadas cuando fuere necesario, a fin de mantener o restaurar la paz y la seguridad internacionales. Este mecanismo fue puesto en funcionamiento en la crisis de Suez (1956), pero los países socialistas criticaron su legalidad, poniendo de manifiesto los límites del sistema.
A partir de entonces, y hasta el fin de la guerra fría, el Consejo de Seguridad autorizó diversas operaciones de mantenimiento de la paz, sin autorizar el uso de la fuerza por parte de los contingentes militares suministrados voluntariamente por los Estados participantes (El Congo, 1961; Chipre, 1964; Oriente Medio, 1973, entre otras).
La situación cambiará a partir de la disolución de la URSS y la invasión a Kuwait por Irak de 1990. En este escenario, el Consejo de Seguridad pareció asumir el papel de órgano de policía contra el agresor, y mediante diversas resoluciones, autorizó a usar todos los medios necesarios para que Irak retire a sus tropas de Kuwait. Medidas similares fueron adoptadas con posterioridad en Bosnia y Herzegovina (1993), Somalia (1992) y Ruanda (1993).
En función de estas resoluciones, el Consejo ha pasado a desarrollar funciones que según Diez de Velasco (1997), exceden el marco previsto en los artículos de la Carta dedicados a la potestad coercitiva del Consejo. Para este autor, se podría argumentar a favor de estas acciones que la Carta, más que un conjunto rígido de normas, es un marco normativo evolutivo que deja al Consejo un cierto margen de discreción para aplicar el Capítulo VII en función de las situaciones que debe enfrentar. Estas autorizaciones serían pues un mecanismo nuevo pero viable en los términos de la Carta, que permite que el Consejo autorice a los Estados a que se unan en una acción de policía ad hoc, caso por caso.
La Acción contra Estados enemigos (Art. 107)
El Art. 107 de la Carta prevé que ninguna de sus disposiciones “…invalidará o impedirá cualquier acción ejercida o autorizada como resultado de la segunda guerra mundial con respecto a un Estado enemigo de cualquiera de los signatarios de esta Carta durante la citada guerra, por los gobiernos responsables de dicha acción.”
Esta disposición tiene su justificación en el hecho de que cuando se adoptó la Carta, la Segunda Guerra Mundial no había terminado, por lo que no podía excluirse la posibilidad de que resurgiera algún foco de hostilidades en otro lugar. Hoy en día, esta disposición se considera abrogada por la práctica, no siendo más por ello una excepción al principio de la prohibición del uso de la fuerza.
Otros supuestos discutidos
El problema de la existencia de excepciones al principio general de la prohibición del uso de la fuerza se concreta en la demostración de la existencia de normas de Derecho Internacional general (consuetudinarias) que autoricen su uso en supuestos concretos no previstos en la Carta. Algunos autores han sostenido que dichas excepciones existen en los siguientes supuestos:
 Las represalias ante usos de la fuerza que no sean ataques armados: De acuerdo con el Art. 51, sólo pueden recurrir a la fuerza los Estados que son víctimas de un ataque armado, por lo que se entiende que no podrían hacer uso de ella Estados víctimas de otras acciones que no encuadren en este concepto, como los usos menores de la fuerza o los
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ataques limitados (tal sería el caso del atacante que se retira antes que el atacado pueda oponer acción, o cuando se trata de ataques reiterados por intervalos). Los autores han ensayado por ello diversas justificaciones para admitir el uso de la fuerza en estos otros casos, ampliando la noción de ataque armado o admitiendo medidas proporcionadas. Sin embargo, estas consideraciones no pueden obviar el hecho de que la Declaración de principios anexa a la Resolución 2625 precisa que “…los Estados tienen el deber de abstenerse de actos de represalia que impliquen el uso de la fuerza…”, lo que implica que se encuentra prohibido el uso de la misma para hacer efectivo un derecho propio o acabar con la conducta contraria a derecho de otro Estado (ello no excluye las medidas de carácter diplomático, político o económico).
 La protección de nacionales y bienes en el exterior: En la práctica anterior a la Carta eran frecuentes las intervenciones militares de las potencias (sobre todo de EEUU en los países latinoamericanos) justificadas en la protección de sus ciudadanos y sus intereses económicos amenazados por gobiernos extranjeros. Estos llamados desembarcos protectores constituían graves violaciones de la soberanía de los Estados, y así lo reconoció la CIJ en el Asunto del Estrecho de Corfú (1949). Barboza (1999) señala que hay dos argumentos que justificarían el ataque armado en estos casos, sobre todo tratándose de ataques contra las personas de los nacionales en el exterior: 1) el atentado a la vida de los nacionales de un Estado equivale a un atentado contra ese Estado; 2) en estos casos, la acción no va dirigida contra la integridad territorial ni la independencia política del Estado territorial. Para la legalidad de estas medidas, el derecho anterior a la Carta requería las mismas condiciones que para la legítima defensa, esto es: que el Estado territorial no pueda o no quiera proteger a dichos nacionales; que las vidas de estos corrieran peligro grave e inminente; que no haya otro medio para protegerlos; y que la acción de represalia se mantenga dentro de los límites de la necesidad, evacuando lo antes posible el territorio.
 La intervención humanitaria: El objetivo de la misma es proteger a los nacionales del propio Estado territorial o extranjeros no nacionales del Estado interviniente que sufren un abuso por parte de aquél. Se trata pues de un acto de fuerza unilateral que no toma en cuenta la nacionalidad de las víctimas del abuso, fundado en un supuesto derecho o deber de injerencia humanitaria en casos extremos. Señala Barboza (1999) que su legalidad es dudosa, por no decir abiertamente ilegal, aunque cabe aclarar que estas acciones, enmarcadas en operaciones decididas según el Capítulo VII de la Carta, encuentran su justificación en la calificación por el Consejo de Seguridad como amenazas a la paz, de las situaciones internas que obstaculizaban la asistencia humanitaria a poblaciones víctimas de conflictos armados o catástrofes (Diez de Velasco, 1997).
11.2. Desarme y control de armamentos.
A lo largo del siglo XX, la presión internacional por lograr un mundo en paz y armonía y la transformación del equilibrio político mundial, tras el fin de la guerra fría, propiciaron en gran medida, la concertación de
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trascendentales acuerdos multilaterales destinados al desarme y al control de armamentos, muchos de los cuales fueron auspiciados por la ONU.
Con estas iniciativas, hacia mediados de la década de los noventa, todo el hemisferio sur se convertiría en una gran zona libre de armas nucleares, reduciéndose así los riesgos de proliferación nuclear en el mundo.
Estos tratados regionales, obligan por igual a los Estados no poseedores de armamento nuclear a someterse a inspecciones de la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA) en los procesos de tratamiento de combustible nuclear, para asegurar así el correcto cumplimiento de los mismos con fines exclusivamente pacíficos.
A continuación, se mencionan los tratados multilaterales de mayor repercusión internacional1:
 Convención sobre Armas Químicas (firmado en 1993 y en vigor desde 1997), que completa el Protocolo de Ginebra suscrito en el año 1925.
 Convención sobre Armas Biológicas (suscrita en 1972 y en vigor desde 1975), que prohíbe el desarrollo, producción y almacenamiento de las mismas.
 Convención sobre la prohibición del uso, almacenamiento, producción y transferencia de las minas terrestres antipersonales y sobre su destrucción (conocida también como la Convención de Ottawa de 1997). Ha sido ratificada por 120 Estados.
 Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (prohibición parcial firmada en 1963 y total en 1996). En la actualidad cuenta con 150 países signatarios.
 Tratado de No Proliferación de las Armas Nucleares (suscrito en 1968 y prorrogado indefinidamente en 1995). Ha sido suscrito por casi todos los países del mundo, incluidos los que declaran poseer armas nucleares, esto es: China, Estados Unidos, Federación Rusa, Francia y Reino Unido.
 Tratado de Proscripción de Armas Nucleares en América Latina y el Caribe (conocido también como el Tratado de Tlatelolco, de 1967). Fue un acuerdo histórico por tratarse del establecimiento de la primera zona libre de armas nucleares sobre un territorio habitado del planeta.
 El Tratado de Rarotonga (para el Pacífico Sur, de 1985), el Tratado de Bangkok (para Asia Suroriental, de 1995) y el Tratado de Pelindaba (para África, de 1996). Estos tratados declaran estas zonas del mundo libres de armas nucleares.
Además de estos acuerdos multilaterales, es significativo destacar que en materia de control de armas nucleares, durante el periodo conocido como la guerra fría y postguerra fría, se suscribieron acuerdos bilaterales entre las dos grandes potencias de la época, la extinta Unión Soviética y Estados Unidos que, sin embargo, fueron de enorme trascendencia para el conjunto de la comunidad internacional. Ello se debió a que el diálogo abierto entre ambos países garantizaba el mutuo control para evitar una guerra nuclear y la limitación de su escalada armamentística, a la que se habían consagrado de lleno años atrás ambos países, ante la estupefacción e impotencia del resto del mundo.
Dichos acuerdos bilaterales fueron los siguientes2:
1 Fuente: Centro de Información de Naciones Unidas para México, Cuba y República Dominicana. http://www.cinu.org.mx/temas/desarme/acue_des.htm (Fecha de consulta: 11/12/2010).
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 Tratado sobre limitación de los sistemas de misiles antibalísticos (Tratado ABM), de 1972.
 Tratado sobre la eliminación de los misiles de alcance intermedio y menor alcance (Tratado INF), del año 1991.
 Tratado sobre la reducción y limitación de armas estratégicas ofensivas (START I), del año 1991.
 Protocolo de Lisboa al Tratado START I, suscripto en 1992.
 Tratado sobre nuevas reducciones y limitaciones de las armas estratégicas ofensivas (START II), suscrito en 1993 y prorrogado en 1997.
 Al momento de la redacción de la presente lectura, el nuevo Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (START) que reemplaza a los anteriores, se encuentra pendiente de su aprobación por la Duma Rusa, habiendo sido ya ratificado por el Congreso de los Estados Unidos. El mismo disminuye en un 30 % el número de cabezas nucleares: de acuerdo a lo acordado, ambas potencias reducirán su arsenal de armas atómicas a 1.550 ojivas nucleares. También limita a 800 el número de vectores estratégicos, como misiles intercontinentales, submarinos y bombarderos estratégicos. Además, introduce un nuevo sistema de inspecciones de los arsenales nucleares3.
11.3. Reglamentación de los conflictos armados.
Como se señaló supra, clásicamente el Derecho Internacional se dividía en derecho de la paz y derecho de la guerra. Como ya se estudió, el llamado jus ad bellum fue objeto de reglamentación recién a partir del Pacto de la Sociedad de las Naciones; en cambio, el jus in bellum, es decir, la reglamentación de la conducción de la guerra y del tratamiento a combatientes y no combatientes fue objeto de limitaciones desde épocas tempranas.
Sin embargo, la Comisión de Derecho Internacional, en su primer período de sesiones, en 1949, decidió no incluir el Derecho Humanitario aplicable a los conflictos armados entre los temas sobre los que iba a emprender su labor de codificación y desarrollo progresivo del Derecho Internacional. En aquel momento, la Comisión consideró que los trabajos que pudiera desarrollar en esta materia podrían ser erróneamente interpretados por la opinión pública mundial como una falta de confianza en el sistema de seguridad colectiva recientemente instaurado por la Carta de las Naciones Unidas.
De allí que el impulso convencional en este ámbito del ordenamiento internacional (que comenzó a denominarse Derecho Humanitario) fuera dado por el Comité Internacional de la Cruz Roja, el que consiguió del Gobierno suizo que convocara en Ginebra una Conferencia de
2 Fuente: Centro de Información de Naciones Unidas para México, Cuba y República Dominicana. http://www.cinu.org.mx/temas/desarme/acue_des.htm (Fecha de consulta: 11/12/2010).
3 Estados Unidos ratificó el tratado nuclear con Rusia. Clarín, Edición del 23/12/10. En: http://www.clarin.com/mundo/Unidos-ratifico-tratado-nuclear-Rusia_0_395360466.html. (Fecha de consulta: 27/12/2010).
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plenipotenciarios que en 1949 adoptó cuatro importantes Convenciones sobre protección de las víctimas de los conflictos armados.
La crueldad de los conflictos armados de la década de los años sesenta, y la relación indudable entre el respeto a los derechos humanos y el ius in bello, movieron a las Naciones Unidas a interesarse finalmente por el derecho de la guerra. Esta preocupación permitió, gracias a la acción una vez más del Comité Internacional de la Cruz Roja, una nueva Conferencia diplomática en Ginebra sobre reafirmación y desarrollo del Derecho Humanitario (1977), que culminó con la adopción de dos Protocolos adicionales a las Convenciones de Ginebra de 1949: uno aplicable a los conflictos armados que tuvieran carácter internacional y otro a los que no tuviesen tal naturaleza.
11.3.1. Principios generales.
En la Conferencia de Ginebra de 1949 sobre protección a las víctimas de la guerra se adoptaron las cuatro Convenciones de las que son parte hoy 147 Estados.
La primera Convención tiene como objetivo proteger a los heridos y enfermos de las fuerzas armadas en campaña y sus normas básicas son las siguientes: la del artículo 12,según la cual los miembros de las fuerzas armadas y otras personas definidas en el artículo 13,que estén heridas o enfermas, serán respetadas y protegidas en toda circunstancia; la misma obligación se establece en el artículo 19 para los establecimientos fijos y unidades móviles de carácter médico; en el artículo 24 para el personal médico dedicado exclusivamente a la búsqueda, recogida, tratamiento o transporte de los heridos y enfermos, y en el artículo 26 respecto a los miembros de las Sociedades Nacionales de la Cruz Roja y otros de las Sociedades de Socorro Voluntario, debidamente reconocidas por sus Gobiernos.
La segunda Convención apunta a proteger a los heridos, enfermos y náufragos de las fuerzas armadas en el mar, y presenta un diseño de protección similar a la anterior.
La tercera convención es la concerniente al trato de los prisioneros de guerra; en ella se proclama el principio de que los prisioneros de guerra están en las manos de la potencia enemiga y no en las de los individuos o unidades militares que los hayan capturado (art.12); deben ser tratados siempre de manera humanitaria (art.13) y tienen derecho en todas las circunstancias a ser tratados con respeto a su persona y honor y las mujeres con la debida consideración a su sexo (art.14).
Finalmente, la Convención sobre la protección de personas civiles en tiempo de guerra ampara a éstas en dos situaciones: cuando se encuentren en territorio enemigo y cuando se hallen en territorio ocupado por el ejército enemigo. La Convención no protege, sin embargo, a las personas civiles contra los efectos de las armas.
Los rasgos comunes que dan fisonomía propia y original a las cuatro Convenciones y persiguen su mayor efectividad son los siguientes:
 Aplicación no sólo en caso de guerra declarada, sino también en el de cualquier conflicto armado entre las partes, incluso si el estado de guerra no ha sido reconocido por una de ellas (art.2 común);
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 Aplicación de reglas fundamentales de carácter mínimo a los conflictos armados que no tengan carácter internacional (art.3 común);
 Carácter de ius cogens de sus disposiciones, en el sentido de que los acuerdos deben ser cumplidos obligatoriamente por los Estados beligerantes.
En cuanto a los Protocolos adicionales a las Convenciones, su contenido puede ser sintetizado de la siguiente manera:
Protocolo I
Se aplica a los conflictos internacionales definidos en el art. 2 común a las convenciones de 1949, esto es, en los casos de guerra declarada o de cualquier otro conflicto armado que pueda surgir entre dos o varias de las partes contratantes, aunque el estado de guerra no haya sido reconocido por cualquiera de ellas (hostilidades efectivas). Se agregan las luchas contra la dominación colonial, en ese entonces en pleno desarrollo, en contra de la tesis de las potencias colonialistas que las consideraban una cuestión interna.
Otro aspecto importante de este Protocolo es que regula los métodos y medios de guerra y protege, por tanto, a los combatientes contra los efectos de ciertas armas (por ejemplo, queda prohibido el empleo de armas y proyectiles que causen males superfluos o sufrimientos innecesarios; el uso indebido del signo distintivo de la Cruz Roja y equivalentes; el uso de banderas, emblemas, insignias, o uniformes militares de Estados neutrales y partes adversas; ordenar que no haya supervivientes, etc.).
Este Protocolo también se propone la protección de la población civil contra los efectos de las hostilidades. Así, se proclama en el mismo la obligación de las partes en conflicto de distinguir en todo momento entre población civil y combatientes y entre bienes de carácter civil y objetivos militares. En este sentido recoge que no serán objeto de ataques la población civil como tal ni las personas civiles y prohíbe los ataques indiscriminados, así como los que con carácter de represalia se dirijan contra la población civil o personas civiles.
Por último, en los casos no previstos en él se aplicará la cláusula Martens, que es una especie de provisión residual para cubrir situaciones no previstas en los instrumentos convencionales, y que aparecía ya en las Convenciones de la Haya de 1907: “Las poblaciones y los beligerantes permanecen bajo la garantía y el régimen de los principios del Derecho de Gentes preconizados por los usos establecidos entre las naciones civilizadas, por las leyes de la humanidad y por las exigencias de la conciencia pública”.
Protocolo II
Su campo de aplicación se extiende a los conflictos armados no contemplados en el Protocolo I (es decir a los conflictos no internacionales) que tengan lugar en el territorio de una parte contratante entre sus fuerzas armadas y fuerzas armadas disidentes o grupos armados organizados que, bajo la dirección de un mando responsable, ejerzan sobre una parte de dicho territorio un control tal que les permita realizar operaciones militares sostenidas y concertadas y aplicar el Protocolo, excluyéndose las situaciones de tensiones internas y de disturbios interiores.
Por lo demás, la protección que el Protocolo II dispensa a las víctimas del conflicto es mucho más débil que la otorgada por el Protocolo I y, desde luego, no regula los modos y medios de combate. Contiene únicamente unas
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normas sobre trato humanitario que deben recibir toda clase de personas y disposiciones sobre heridos, enfermos, náufragos y población civil.
Ello se debe a que, como destaca Barboza (1999), los Estados participantes en las negociaciones pusieron poco interés en la redacción de este protocolo: por un lado, los que apoyaban a los movimientos de liberación nacional no tenían motivos para tener en cuenta conflictos que no los afectaban en cuanto que habían logrado su introducción en el Protocolo I; y por otra parte, los demás Estados tampoco tenían razones para impulsar un cuerpo normativo que coartara su libertad de acción.